50 westerns imprescindibles que deberías ver dos o más veces en la vida
El western nos ha dado algunos de los personajes e historias más inolvidables del cine. Aquí encontrarás 50 películas del Oeste que han contribuido a hacer más grande el séptimo arte, cada una de ellas seguida de unas líneas que quieren ser explicativas.
Sergio Torrichelli, 9 de enero 2021
El western es mucho más que un género cinematográfico; es un mundo abierto, un territorio sin límites donde habita la libertad. ¿Qué tienen en común Pursued, que bebe tanto de la tragedia griega como del cine negro, y El árbol del ahorcado, film opaco, impregnado de un romanticismo cercano a las novelas inglesas del siglo XIX? ¿Y Caravana de paz,de John Ford y, por ejemplo, Yuma, de Sam Fuller?
Nada, salvo una mitología, un territorio, un código interno, un lenguaje capaz de acoger en su alfabeto la épica y la lírica, el melodrama y la epopeya, la exaltación y la crítica, el espacio prometedor de los grandes horizontes y la elegía de ese mismo sueño que desaparece.
Aquí he querido recoger una selección de westerns imprescindibles: un conjunto de películas del Oeste que deberías ver y vivir al menos una vez antes de cerrar los ojos al mundo. Sí, he dicho bien: ¡vivir! Porque el buen cine del Oeste no solo se ve, se vive.
La selección se extiende entre dos fechas relativamente significativas. La primera: 1939, fecha del estreno de La diligencia, film con el que John Ford moldeó un lenguaje, un ritmo y una forma de contar que han permanecido hasta ahora. La última: 2019, fecha de estreno de Los hermanos Sisters, el extraño y cautivador western ambientado en la fiebre del oro con el que Jacques Audiard ha conseguido dar una nueva vuelta de tuerca a los mitos del Lejano Oeste.
Un viaje personal por el western
Son ochenta años de películas que van desde los albores del cine sonoro hasta la segunda década del presente siglo. Un siglo que ya nos ha regalado un buen puñado de películas del Oeste, como demuestran Cold Mountain, No es país para viejos, Django desencadenado, El Renacido o Valor de ley.
No se trata de establecer ningún canon, sino de fijar una lista útil, una buena guía de referencia para todos aquellos que quieren una orientación sobre títulos importantes. Por otra parte, el western tiene casi tantas obras maestras como la comedia, el drama y el film noir juntos. Y aquí propongo tan solo cincuenta.
Por supuesto, la selección podría haber incluido magníficas películas que se han quedado fuera: Incidente en Ox-Bow, Más allá del Missouri, Colorado Jim, Los siete magníficos, Río Grande, Río Conchos, El jinete pálido, El último pistolero … Y también se podría haber ampliado el círculo a más directores recordados y admirados: Cecil B. De Mille, Allan Dwan, Gordon Douglas, Edward Dmytryk, Andre de Toth… Pero estos cincuenta films del Oeste componen también un viaje personal por el western. Y ya lo decía Pessoa:
“La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”.
Se trata, por tanto, de mi Oeste, un Oeste que tiene una deuda impagable con José Luis Garci y su añorado programa Qué grande es el cine. Y sin más, he aquí la lista:
La diligencia (Stagecoach,John Ford, 1939)
Sí, hay un antes y un después de este inmortal clásico del Oeste. La diligencia es uno de los hitos indiscutibles del western. Se trata, ni más ni menos, del film con el que John Ford marcó el camino por el que, después, discurrió el género. Todos los valores que respira el gran cine del Oeste están en esta cinta cuya autenticidad convierte cada fotograma en un fragmento irrepetible de vida. No por nada Orson Welles reconoció haberla visto infinitas veces antes de dirigir Ciudadano Kane.
La diligencia es una película coral donde las haya, con una buena representación de esos perdedores con alma en los que Ford siempre volcó su comprensión y cariño. El filme reúne, además, dos de los iconos fundamentales del western.
Aunque gran parte del metraje transcurre en interiores, es el primer western de John Ford donde adquiere relevancia el impresionante paisaje de Monument Valley, sin cuya presencia el mito del Oeste sería distinto.
Y es también la obra que cimentó la carrera de John Wayne. Su aparición como Ringo Kid, planificada de forma espectacular por un movimiento de cámara que se acerca velozmente al actor, constituye uno de los momentos estelares del género. Tan memorable como la célebre secuencia donde la mirada del espectador sigue a la diligencia y, de pronto, tropieza con los apaches.
Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939)
Jesse James es un personaje que ha atraído la atención de múltiples cineastas. Fritz Lang ( La venganza de Frank James, 1940), Sam Fuller (Balas vengadoras, 1949) o Nicholas Ray (La verdadera historia de Jesse James, 1956) recuerdan el interés que su leyenda ha despertado en algunos de los más grandes. Pero, como dice Juan Marsé, todo sucede en la infancia. Y si tengo que elegir una película sobre el célebre forajido me quedo con Tierra de audaces, película que vi siendo un crío.
Henry King siempre coloca la cámara a la altura del sentimiento y en Tierra de audaces realiza una de sus obras más redondas. La película es una poética evocación donde el mito y la historia se entrelazan con intensidad. Y donde no faltan el humor ácido, golpes de sutil ironía y una clara crítica a la injusticia. Las palabras que pronuncia el periodista Rufus Cobb (Henry Hull) en el responso final, mientras la cámara se remansa en la tristeza de la viuda de Jesse, constituyen otro de los grandes momentos de la historia del western:
“No lo negamos, es incuestionable. Jesse fue un forajido, un bandolero, un criminal. No lo niegan incluso quienes le amaron. Pero no nos avergonzamos de él, y ni yo sé por qué (…) Lo único que sé es que fue uno de los vaqueros más escarnecidos, más vituperados y más famosos que hayan cabalgado a través del Oeste de los Estados Unidos de América.”
El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940)
Hay quien dice que es una película del Oeste sobrevalorada. No estoy de acuerdo. William Wyler se movió con maestría en casi todos los géneros cinematográficos y el western le debe, que yo sepa, dos obras magníficas.
Una es Horizontes de grandeza (1958), con Gregory Peck en la piel de un refinado hombre del Este dispuesto a casarse con la hija de un violento y poderoso ranchero. Y otra, El forastero, emocionante filme que nos sumerge en la lucha que tuvo lugar, entre ganaderos y granjeros, en las praderas del Oeste. Y que cuenta con un Gary Cooper en el apogeo de su carrera.
El forastero es, sin duda, un western diferente, con una especial poesía en las escenas de amor y una enorme tristeza en el tratamiento de la guerra que enfrenta a rancheros y campesinos. ¿Cómo no recordar a Doris Davenport, la chica de la que se enamora el pistolero al que da vida Coop, leyendo una Biblia quemada ante la tumba de su padre, víctima del conflicto?
El forastero tiene, además, uno de los diez mejores malvados de la historia del género: el juez Roy Bean, interpretado magistralmente por un Walter Brenan en estado de gracia.
Murieron con las botas puestas (They died with their boots on, Raoul Walsh, 1941)
¿Cuántos años tenías? ¿Nueve, diez? No importa. Murieron con las botas puestas sigue resonando en tu alma como un recuerdo permanente de la infancia. Pero ¡ojo!, la película de Raoul Walsh es más que una magdalena proustiana. Es una obra maestra indiscutible, un western de trágica intensidad, sujeto más a la personalidad de su autor que a la verdad de los hechos.
Porque – que nadie se confunda – Murieron con las botas puestas no es la historia de George Armstrong Custer, sino una emocionante ficción de acentos shakespearianos: una película sobre el ascenso y caída de un caballero del Sur y soldado de la Unión tan indisciplinado como atrevido, contada con un vigor, una energía y un aliento épicos que no tienen equivalente.
Walsh no oculta las contradicciones ni las debilidades del héroe interpretado por Errol Flyn: un idealista que anhela la gloria por encima de cualquier otra cosa en el mundo, un militar que cae en la bebida y al que no se le ocultan la razón que tienen los indios ni la corrupción de algunos blancos.
Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946)
Pasan las modas. Se olvidan algunos nombres. Se ajan las efímeras glorias. Pero Ford queda. Pasión de los fuertes o My Darling Clementine – la hermosa canción que da título al filme – es otra prueba de ello. Henry Fonda, Victor Mature y Walter Brenan se ponen en la piel de Wyatt Earp, Doc Holliday y el viejo jefe del clan de los Clanton en esta insuperable versión del mítico duelo en el O.K. Corral de Tombstone.
Poco importa que Ford oculte la sordidez de los protagonistas reales. Pasión de los fuertes está más allá de la verdad histórica, más allá de la leyenda incluso. Es una melancólica balada narrada en imágenes, una fábula donde el bien y el mal luchan enconadamente. Es una historia apoyada en personajes tan verosímiles como la vida misma. Y una muestra ejemplar de ese lirismo personal e inimitable que Ford desplegó en sus mejores obras. Resumiendo, un clásico del Oeste. Una película para la eternidad.
Duelo al sol (Duel in the sun, King Vidor, 1946)
Una historia de amor. Una nueva versión de Caín y Abel. Caín es el malvado pistolero Lewt McCanles (Gregory Peck); Abel, el bondadoso abogado Jesse McCanles (Joseph Cotten). Un canto encendido a los designios que rigen nuestro destino. Una fábula sobre el progreso y el avance de la civilización…
Todo eso y más es Duelo al sol, un western romántico y desolado que conjuga la epopeya con el melodrama pasional y que debe muchas de sus virtudes al productor David O. Selznick, padre de Lo que el viento se llevó. Selznick quiso replicar el éxito conseguido con la historia de Scarleet O´Hara y Rhett Butler. Y lo hizo sustituyendo la guerra de secesión por la oposición de un ranchero texano (Lionel Barrymore) a la llegada del ferrocarril, símbolo de la ley.
Melodrama pasional con tintes de epopeya
El legendario productor controló la película de principio a fin, agotando la paciencia de King Vidor. El director de El mago de Oz o Paso al noroeste abandonó el rodaje cansado de las intromisiones Selznick. Y fue reemplazado, entre otros, por William Dieterle, Josef Von Sternberg y hasta D. W. Griffith. Todos participaron, de una u otra forma, en la realización de este clásico inmortal del Oeste.
¿Quien no recuerda el hirviente duelo entre colinas escarpadas del final? Se trata, sin duda, de otro momento cumbre del género. Un duelo horneado con la pasión al rojo vivo de Gregory Peck y Jennifer Jones (Perla Chávez). Y acompañado, en todo momento, por la magnífica música de Dimitri Tiomkin. Una cita obligada.
Pursued (Raoul Walsh, 1947)
Raoul Walsh definía esta película del Oeste como un western de fantasmas. Fantasmas que vagan por el pasado creyendo que viven en el presente. Fantasmas atrapados en un laberinto como el del Minotauro de Borges, perseguidos por un destino más poderoso que su voluntad.
Tragedia griega con enfoque noir, Pursued cuenta una historia de odios y venganzas en la atrasada y ultraconservadora sociedad del Medio Oeste de finales del siglo XIX. Tras sobrevivir a la masacre de su familia, Jeb Rand (Robert Mitchum) es rescatado por Medora Callum (Judith Anderson), amante de su padre. Jeb ignora que fueron los Callum quienes asesinaron a su familia y se cría junto a los hijos de Medora, Adam (John Rodney) y Thorley (Teresa Wright). Pero el pasado, como diría Faulkner, nunca pasa en el Oeste.
La sombra alargada del pasado
Y así, cuando llega a la edad adulta, Jeb no podrá escapar a la violenta promesa del cuñado de su madre adoptiva. El preboste del Estado de Nuevo México Grant Callum (Dean Jagger) ha jurado su muerte para que no quede ni un solo Rand en la faz de la Tierra. Y claro, no está dispuesto a descansar hasta ver cumplido ese juramento.
Walsh siempre tuvo Pursued muy cerca del corazón. Hay hasta quien afirma que era su película favorita. Cierto o no, Pursued es uno de los westerns más emocionantes y originales jamas filmados. Un clásico que recuerda a Shakespeare y a Brontë, con una fotografía expresionista que resalta la atmósfera fatal que rodea a los personajes, a los que Walsh apenas deja resquicios de calma o de esperanza.
Fort Apache (Fort Apache, John Ford, 1948)
Y volvemos a Ford. Siempre Ford. Fort Apache abre su inolvidable Trilogía de la caballería. Tres películas dedicadas a diversos momentos en que los jinetes azules del ejército de los Estados Unidos de América combaten en olvidadas fronteras del Oeste durante las guerras indias del siglo XIX.
Ford nunca ocultó que tras el teniente coronel Owen Thursday (un admirable Henry Fonda) sobrevuela la sombra del general Custer. Mitificado por Raoul Walsh en Murieron con las botas puestas, Ford retrata a Custer con una dureza inusitada, como un militar atrapado entre la rectitud y la paranoia, que arrastra el estigma de una degradación y resulta un inepto como estratega y como jefe de la comunidad del fuerte.
Fort Apache es un singular cantar de gesta que nos enseña con amargura la trastienda negra y trágica de la conquista del Oeste. Una condena de los extremos a que pueden conducir los valores militares cuando se los saca de quicio.
Fort Apache también es el primer homenaje de Ford a los indios, a quienes concede la palabra, el honor y el mérito de la victoria. “Si los ha visto, no son apaches”, le dice el comprensivo capitán Kirby (John Wayne) a Thursday en una frase memorable. Y claro, es la primera ocasión en que el viejo maestro aborda, directamente, el tema de la prevalencia de la leyenda sobre la verdad, tan importante en El hombre que mató a Liberty Valance.
Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948)
Howard Hawks es otro de los grandes maestros del western. Todos los que hizo son excelentes, pero Río Rojo representa, sin duda, el de mayor hondura y también el que incluye las secuencias más espectaculares.
Conservo el recuerdo imborrable de la partida del ganado hacia Missouri, con una antológica sucesión de primeros planos de cowboys gritando. Y si cierro los ojos aún puedo ver la increíble estampida nocturna; el emocionante vadeo Del Río; la carga contra los indios que atacan una caravana; el mítico encuentro del ferrocarril; el desfile de reses hacia los establos por las calles de Abilane… Y por supuesto, la pelea entre Wayne y Clift, inolvidable, grandiosa.
Cabrera Infante llegó a decir (y con razón) que Homero habría filmado esta película del Oeste de haber tenido que hacer cine. Otro enamorado de Río rojo, Eduardo Torres Dulce, recuerda que John Ford quedó por completo sorprendido tras una proyección de la cinta. No sólo su amigo y colega Howard Hawks había creado un western maravilloso, oscuro, psicológicamente penetrante, aventurero y romántico. Además, John Wayne había conseguido una actuación asombrosa metiéndose en la piel de Matt Dunson: un personaje otoñal obsesionado por el poder y la riqueza, despótico, arisco, amargado, pero lleno de fuerza y dignidad.
Cielo amarillo (Yellow sky, William A. Wellman, 1948)
Cuando está inspirado y cree en lo que cuenta el versátil e indomable William A. Wellman es un autor con mayúsculas. Muchos de sus westerns son vibrantes, envolventes y personales. Y todos reflejan la lucha por la supervivencia en circunstancias dramáticas. Me vienen a la cabeza, por ejemplo, Incidente en Ox-Bow, Más allá del Missouri, Caravana de Mujeres… Pero, sin duda, mi favorito es Cielo amarillo.
Film hipnótico, ejemplar, que anuncia ideas y personajes desarrollados después por Anthony Mann o Budd Boetticher, Cielo amarillo cuenta la historia de una banda de forajidos obligada a internarse en un desierto plagado de guerrillas apaches para escapar de un destacamento de la Caballería.
La película cuenta con una interpretación conjunta excepcional. Pero para el recuerdo quedan las ardientes arenas de ese desierto que deben cruzar Gregory Peck y sus compinches; la atmósfera fantasmal del antiguo y abandonado pueblo minero que les aguarda al otro lado; y el personaje de Richard Widmark, un villano de los de antes, un tahúr arruinado que destaca por su flema, su extrema frialdad, su desdén y cinismo. Un ejemplo. Uno de los forajidos pregunta a Widmark la causa de su sangre fría:
FORAJIDO: «Tú no te alteras nunca, ¿por qué?.»
WIDMARK: «Un jugador me metió una bala en mitad del pecho. Y ahí sigue. No puedo excitarme. ¿Sabes?, ¡aquel bastardo dijo que yo estaba haciendo trampas!«
FORAJIDO: «¿Las estabas haciendo?«
WIDMARK: «Por supuesto«.
La legión invencible (She wore a yellow ribbon, John Ford, 1949)
La legión invencible es el segundo film de la Trilogía de la Caballería, que completará Río Grande, y también el segundo western que John Ford rodó en color. Ford compone aquí un relato itinerante en el que John Wayne (Nathan Brittles), un veterano capitán de Caballería al borde de la jubilación, debe enfrentarse a una última y oscura misión: una misión sin brillo ni posibilidades de éxito, como casi todo en su carrera militar.
Pese al final, que no revelaré, La legión invencible – injustamente menospreciada durante mucho tiempo – es una de las obras más reflexivas, amargas e innovadoras de Ford. El mítico maestro de origen irlandés utiliza la historia oficial, marcada a fuego por la leyenda, para contarnos en tono poético y nostálgico la pequeña y crepuscular historia de unos hombres y mujeres ceñidos al olvido, sacrificados sin gloria pública a la construcción dura y azarosa de la nación estadounidense.
El declive, la senectud y las despedidas impregnan toda la película, de una apabullante belleza plástica que a mí siempre me ha recordado los versos de Homero: “Las hojas y los hombres son del mismo linaje”.
Juntos hasta la muerte (Colorado territory, Raoul Walsh, 1949)
Dice Eduardo Torres Dulce en su libro Armas, mujeres y relojes suizos que Walsh es un cineasta extraordinario a la hora de crear poderosos y emocionantes retratos femeninos: “Sus mujeres se enamoran y aman sin fronteras, apasionadamente, son valerosas y leales”.
Estoy de acuerdo. Olivia de Havilland, la esposa de Custer en Murieron con las botas puestas, es un buen ejemplo. Y Virginia Mayo, la mestiza Colorado de Juntos hasta la muerte, también. Todo lo seco, rápido y ardiente que tiene este film seco, rápido y ardiente sobre el peso del destino proviene de la Mayo, cuya belleza fue descrita como una prueba de que Dios existe.
Walsh nunca dejó de tratar una serie de temas que se repiten a lo largo y ancho de su filmografía. En Juntos hasta la muerte realiza, en clave de western, el remake de otra de sus obras maestras, el film noir El último refugio. Un forajido (Joel Mc Crea). Un golpe fallido. Una traición. Una huida. Un romance. Un mundo sin piedad ni conciencia que no da una segunda oportunidad a nadie. Una ciudad muerta colgada del vacío. Un final magistral, reverso exacto del desenlace de Duelo al sol…
Concebida como una tragedia griega, Juntos hasta la muerte es una película del Oeste superlativa. Un filme que nos recuerda una vez más la grandeza del autor de Murieron con las botas puestas. Sin duda, uno de los mejores cineastas de todos los tiempos.
Winchester 73 (Winchester 73, Anthony Mann, 1950)
Pocos directores de cine nos sumergen como Anthony Mann en la infinidad de los paisajes, en la soledad y la tristeza de los héroes, en la violencia sin épica. Sus magníficos westerns de los años cincuenta, fronterizos y trágicos, casi siempre con la venganza y el viaje como elementos fundamentales de la trama, tuvieron como preludio este filme de intensidad pasmosa.
Winchester 73 no sólo constituye el memorable encuentro entre Mann y James Stewart; es también una de las obras más itinerantes del género y una de las más arriesgadas y más perfectas que conozco. La película da rienda suelta a un relato de originales resonancias bíblicas: la obsesiva persecución a muerte que Lin McAdam (James Stewart) realiza por medio Oeste para dar caza a su hermano (Stephen Mcnally), quien ha asesinado al padre de ambos por la espalda. El mismo Stewart explica el veneno que carcome su alma en un par de frases que resumen el aliento trágico de Winchester 73 :
“Mi padre me enseñó a cazar, pero a él no le enseñaron a protegerse de los que disparan por la espalda. Tengo prisa para que todo esto acabe de una vez y yo pueda volver a ser una buena persona”.
El pistolero (The gunfighter, Henry King, 1950)
Todo un clásico. Muchos son los westerns que hablan de héroes fatigados, cansados de su propia leyenda. Pero este fue el primero. Con la ayuda de un Gregory Peck (Johnny Ringo) excepcional, Henry King nos cuenta las últimas horas de un pistolero de fama obligado a guardarse las espaldas allí donde va.
King siempre se inclina por la evocación antes que por la violencia. Y aquí, con sobria energía, con un ritmo que ahonda en la angustia existencial del personaje, realiza una obra perfecta.
El pistolero es un un filme regio. Una película del Oeste sin apenas acción exterior, donde casi todo parece ocurrir en el interior de ese pistolero que regresa al que fuera su hogar con la intención de empezar de cero. Una tragedia clásica, irreversible, fatalista. No importa las veces que la hayas visto. Siempre querrás que Johnny Ringo consiga ser, entre los suyos, nada menos que un hombre más. Pero la muerte ya está anunciada, como en la novela de Gabriel García Márquez.
Solo ante el peligro (High noon, Fred Zinnemann, 1952)
Gary Cooper tuvo el acierto de aceptar un papel que Gregory Peck había rechazado: el del sheriff Will Kane en la icónica película del Oeste de Fred Zinnemann. Un western único, concebido por su director como un alegato contra la caza de brujas del senador McCarthy.
Sólo ante el peligro empieza con una escena en la que Coop acaba de casarse con Grace Kelly y está a punto de abandonar su duro oficio por una apacible vida familiar. Pero entonces se entera de que un temido pistolero que él metió entre rejas ha salido de la cárcel con el deseo manifiesto de ajustar cuentas. El tren en el que viaja el forajido tiene prevista su llegada a la estación a los doce en punto. Allí le espera su banda.
A partir de este momento, Zinnemann nos cuenta la historia en tiempo real. Una hora y media de angustia en la que Kane intenta desesperadamente conseguir ayuda mientras todas las gentes del pueblo le van dando la espalda.
Al margen de su fuerte carga política, Sólo ante el peligro es pura emoción. Han pasado más de treinta años desde que la vi por primera vez. Y nunca he podido olvidar la espigada figura y el gesto angustiado de Will Kane mientras el tic-tac de los relojes recuerdan que el tiempo se está acabando. Sencillamente, memorable.
Encubridora (Rancho Notorius, Fritz Lang, 1952)
Ni Fritz Lang ni Marlene Dietrich guardaron un buen recuerdo del rodaje de Encubridora. La diva abomina de la experiencia en sus Memorias. Y el director contó años después a Peter Bogdanovich:
“Encubridora fue concebida para Marlene. Yo quería escribir una película sobre una chica de saloon ya madura, pero aún muy deseable, y un veterano pistolero que ya no es tan rápido en desenfundar. Pero a ella le molestó pasar a una categoría un poquito más vieja. Se hizo más y más joven hasta que, finalmente, no había remedio. (…) Al acabar la película ya no nos hablábamos”
Una diva para la eternidad
Pese al sonado desencuentro entre director y actriz, Encubridora es el mejor de los tres notables westerns que Lang rodó en su etapa americana. Espíritu de conquista y La venganza de Frank James son los otros dos. Dietrich está soberbia y Arthur Kennedy y Mel Ferrer la acompañan a la perfección.
Encubridora es un western fascinante; una historia de suspense, venganza y amor imposible en torno a tres personajes. Una reina de saloon venida a menos, aunque aún deseable, que dirige un rancho donde se acoge a todo tipo fugitivos. Un famoso fuera de la ley en declive. Y un joven cuya novia ha sido asesinada y que vive para la venganza: el odio, que le empuja como un látigo, le ha quemado el alma.
Resumiendo, una película del Oeste sombría, íntima y opresiva. Una tragedia rodada en interiores a la que no le falta ni el coro: esa canción cuyas estrofas aparecen sucesivamente en distintos momentos del film:
«Escuchad la leyenda de Chuck-A-Luck, Chuck-A-Luck… Escuchad la ruleta del Destino... Mientras gira una y otra vez con un sonido susurrante,… gira la vieja, vieja historia de odio, asesinato y venganza«
Horizontes lejanos (Bend of the river, Anthony Mann, 1952)
Horizontes lejanos es el segundo de los cinco duros y concisos westerns que Anthony Mann y James Stewart hicieron juntos en cinco años. Los cinco son verdaderas obras maestras del cine. Todos ellos muestran la naturaleza en su majestuoso esplendor, como gloria y amenaza. Y tienen una enorme tensión dramática. Todos son épicos y líricos a un tiempo, espectaculares e intimistas, reflexivos y a la vez desbordantes de aventura.
En esta ocasión, Stewart (Glyn McLyntock) da rostro a un héroe con un pasado más que turbio: un pistolero, un hombre de frontera convertido en ángel de la guarda de unos colonos que pretenden fundar una comunidad de granjeros más allá de Portland y que le ofrecerán, a cambio, tal vez su última oportunidad de echar raíces. Otro pistolero que pretende a la misma chica (Julia Adams), encarnado por un colosal Arthur Kennedy, se lo pondrá más que difícil.
Los espléndidos marcos naturales – el río Columbia y el monte Hood – y el ritmo vivaz que Mann imprime a la historia hacen de Horizontes lejanos, construida sobre sucesivos viajes, terrestres y fluviales, de ida y vuelta, la más hermosa y lírica película del Oeste de Mann.
Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, John Sturges, 1953)
Hace calor en Black Rock, un pequeño y olvidado pueblo del Oeste americano. A la solitaria estación de tren llega un expreso del que se baja un hombre manco, vestido de negro. Ese hombre tiene un objetivo muy concreto: entregar la medalla al valor que el Gobierno estadounidense ha concedido al hijo – muerto en el frente – de un humilde granjero japonés, Joe Komako. Pero Komako, asesinado en el curso de un linchamiento racista, no ha tenido mejor suerte que su vástago.
Spencer Tracy consiguió aquí una de las interpretaciones más inolvidables de su carrera. El personaje (John MacReedy) al que da vida, un veterano de guerra enfrentado al ominoso secreto que guarda todo un pueblo, constituye también una página memorable de la historia del western.
Western atípico, ambientado en 1945, Conspiración de silencio es una de las grandes obras de John Sturges: una de las parábolas más radicales y agudas hechas contra el racismo agazapado en la comunidades rurales de Estados Unidos. Tensa, dura, apasionante, Conspiración de silencio cuenta, además, con la más repleta galería de villanos que jamás se ha vuelto a ver en una pantalla de cine.
Un golpe a la conciencia
Hay películas que envejecen irremediablemente y otras que permanecen inmunes al paso del tiempo, como Dorian Grey. Conspiración de silencio es una de estas últimas. El tiempo no la daña. Hoy, como ayer, es un golpe directo a la conciencia del espectador, con secuencias que hacen presa en la garganta y no la sueltan hasta mucho tiempo después.
Un ejemplo: la visita de MacReedy a la granja calcinada de Komako. MacReedy contempla silencioso la desolación, mide con una piedra la profundidad del pozo, adivina la muerte oculta en el paisaje mineral. Y por último, corta unas flores que sólo crecen en las tumbas.
Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953)
“Shane – Raíces profundas – es un film que trasciende el western, y para mí es una de las grandes obras maestras del cine americano”
Son palabras de Woody Allen. Palabras que pocos que hayan visto la película dejarán de compartir. Porque Raíces profundas es un clásico indiscutible, un western eterno, que atesora belleza y grandeza a raudales. Una película del Oeste que ha dejado huella en muchísimos cineastas (desde Clint Eastwood a Adolfo Aristarain) y escritores (Juan Marsé, por ejemplo). Un filme que puede verse una y otra vez sin que por ello pierda ni su misterio ni su fuerza.
George Stevens ya había rodado obras memorables, como Gunga Din o Un lugar en el sol, y en Raíces profundas mantiene su estado de gracia. El filme cuenta la historia de un enigmático pistolero, Shane (Alan Ladd), que intenta huir de su violento pasado trabajando en la granja de unos colonos (Jean Arthur y Van Heflin) mientras se va convirtiendo en el mito del hijo de éstos (el niño Brandon de Wilde).
Hay quien dice que otro actor podría haber dado mayor dureza al personaje de Shane. No es verdad. Alan Ladd está colosal. Su hermetismo permite que la mirada del pequeño Joey articule el relato, acentuando su dimensión mítica. A la eternidad de la película contribuye también la hermosa partitura musical de Victor Young.
Johnny Guitar (Johnny Guitar, Nicholas Ray, 1953)
Western de culto, Johnny Guitar es una película del Oeste extraña y romántica. Tan extraña como el saloon tallado en roca donde se cruzan las historias de los personajes; un marco más que exótico para el Far West. Tan romántica como la música que Victor Young compuso para la ocasión y que perdura indeleblemente en la memoria sentimental de cuantos hemos visto la película.
Nicholas Ray es el juglar del amor y de la violencia, un amargo, intenso y rebelde poeta que inflamaba de pasión y desesperación las historias que contaba. El fulgor incandescente de Johnny Guitar es la quintaesencia de su cine. Una historia de amor entre la dueña de un saloon, Vienna (una dura y tremenda Joan Crawford), y un pistolero al que le gusta cabalgar con una guitarra en bandolera, Johnny (Sterling Hayden, actor descomunal y de especie rara).
Johnny Guitar es también una historia sobre la hipocresía moral y la intolerancia, con uno de los ejercicios de interpretación colectiva más brillantes que ha dado el cine y algunos de los más hermosos diálogos de amor que se han pronunciado en una pantalla.
El café de Vienna
Sí, creo que esta noche voy a volver a escuchar esa conversación inolvidable que Vienna y Johnny mantienen en la cocina del saloon. Él con un vaso de whisky en la mano, ella enteramente vestida de negro:
JOHNNY: «¿A cuántos hombres has olvidado?«
VIENNA:» A tantos como mujeres tú recuerdas».
JOHNNY: «¡No te vayas!«
VIENNA: «No me he movido».
JOHNNY: «Dime algo bonito».
VIENNA: «¡Claro! ¿Qué quieres que te diga?«
JOHNNY: «¡Miénteme! Dime que todos estos años me has estado esperando. ¡Dímelo!”
Veracruz (Veracruz, Robert Aldrich, 1954)
Robert Aldrich tiene cuatro westerns magníficos: Apache, El último atardecer, La venganza de Ulzana … Y Veracruz, un filme que, frente a la imagen tradicional del héroe del Oeste, presenta a dos aventureros sin escrúpulos, con una moral ambigua y cambiante.
Benjamin Trane (Gary Cooper), coronel sudista que lo ha perdido todo en la guerra de secesión, llega a México en busca de fortuna. Y, con este fin, se une a la banda del cínico, violento y audaz Joe Erin (Burt Lancaster). Los dos alquilan sus servicios al emperador Maximiliano, del que reciben el encargo de escoltar a la condesa Marie Duvarre (Denise Darcel) hasta Veracruz. Pero el viaje tiene un objetivo secreto: transportar una fabulosa suma de oro. Y claro, una vez descubierta la verdad, el precioso cargamento despierta el interés de ambos mercenarios, y también de los rebeldes juaristas.
Aldrich subvierte en Veracruz la épica del western. Y aprovechando las posibilidades formales y expresivas del Superscope, consigue una estupenda película, con una sucesión de secuencias antológicas.
Coop y Burt Lancaster cara a cara
Recuerdo el primer encuentro de Trane y Erin, las cruentas y emocionantes emboscadas de los juaristas… Y, sobre todo, el inevitable duelo final entre Coop y Burt Lancaster. De antología son también los diálogos, más bien monólogos, entre el parlanchín Burt Lancaster y el parco y silencioso Gary Cooper. Un ejemplo:
“¡Era un buen tipo, mi padre adoptivo! Solía aconsejarme: Muchacho , no te fíes de quien tengas que fiarte. Tenía razón el viejo: me lo cargué por la espalda en cuanto aprendí a usar el revólver. Ahora que me doy cuenta, eres el primero a quien cuento mi vida… ¡Ben Trane, amigo mío, creo que te aprecio! ¿No te dije nunca que me recuerdas a mi padre adoptivo?”
Río sin retorno (River of no return, Otto Preminger, 1954)
Los años cincuenta son la década prodigiosa del western: un tiempo en que la originalidad de los temas se multiplica y los cineastas disfrutan inventando. Río sin retorno, la única película del Oeste rodada por el gran Otto Preminger, ocupa un puesto de honor entre los títulos de ese fértil período. Y ello por varias razones, de las cuales sólo señalaré dos.
La primera es la sencillez con que Preminger nos cuenta una historia de segundas oportunidades enmarcada en una naturaleza tan majestuosa y bella como amenazante. La otra razón se llama Marilyn Monroe, cuyo personaje, Kay, es el eje sobre el que gira toda la historia: un personaje fuerte y frágil al mismo tiempo, una cantante de saloon que va descubriéndose a sí misma mientras sigue el itinerario del tumultuoso río por el que trata de escapar de los indios junto a Calder (Robert Mitchum) y el hijo de éste (Tommy Retting).
Canciones para el recuerdo
Las mismas canciones que Marilyn interpreta, tan rubia, tan fascinante, tan salvaje, sirven también para resumir este hermoso e insólito western. Sobre todo, la canción principal, que Kay canta en un atestado saloon de Council City, una balada en la que el amor es un viajero en un río sin retorno que se pierde en el mar:
“I´ve lost my love on the river of no return (…) He´ll never return to me…”
El jardín del diablo (Garden of evil, Henry Hathaway, 1954)
Henry Hathaway – como Walsh, Hawks, Ford, Wellman o King – hizo más grandes el cine que Griffith había desarrollado. Y no es casual que en su carrera sobresalgan también los westerns. El jardín del diablo es mi preferido, un Clásico con mayúscula.
Rodada con un majestuoso technicolor, El jardín del diablo cuenta la historia de tres tipos de dudosa moral. Son Gary Cooper, un ex sheriff, Richard Widmark, un jugador, y Cameron Mitchell, un pistolero. Los tres aceptan el encargo de una mujer (Susan Hayward) para rescatar a su marido, atrapado en una mina de oro situada en territorio apache.
Hathaway jamás rodó un plano donde no sucediera nada. Y aquí nos arrastra del cuello a una aventura en la que uno llega a sentir el frío y el hambre, el polvo y la sed, la muerte y la necesidad de seguir viviendo que sienten los personajes.
La película participa de lo épico y de lo novelesco puro, pasado por un filtro seco, descarnado de todo sentimentalismo. Una mirada dura y pesimista resumida en la frase que Gary Cooper suelta al borde del desenlace: “Los hombres se dejarían matar por un puñado de tierra”. Un filme tan tenso y apasionante como la música que Bernard Herrmann ideó para la banda sonora.
Centauros del desierto (The searchers, John Ford, 1956)
Una mujer, Martha (Dorothy Jordan), abre la puerta de su casa, en Texas, y ve cómo, desde la lejanía, se acerca un jinete. Es Ethan Edwards (John Wayne). Viene de la guerra civil – ha luchado con el Sur – y de oscuras aventuras como mercenario y pistolero, posiblemente en México. Martha es la mujer de su hermano, Aaron Edwards (Walter McCoy), pero ha estado y sigue estando enamorada de Ethan.
Poco después, mientras Ethan y una patrulla de Rangers salen en busca de los indios que amenazan las granjas vecinas, los comanches asaltan el rancho de Aaron, asesinando a los varones, violando y matando a Martha y raptando a la pequeña Debbie y a su hermana Lucy. La búsqueda de sus sobrinas y la persecución del jefe comanche y su pequeño ejército itinerante serán entonces la empresa obsesiva de Ethan: una empresa prolongada durante años, más allá de toda esperanza lógica.
Basada en la magnifica novela de Alan Le May, Centauros del desierto es una película infinita, un filme que se hace más rico y complejo con cada visión, una historia de odios y venganzas, pero también una historia de redención. John Wayne es un Ulises sin Ítaca a la que regresar ni Penélope que recuperar, un héroe-antihéroe – amargado, racista, vengativo y solitario – entregado a una búsqueda sin tregua, en constante combate con sus más profundos fantasmas.
Recuerdos de Centauros del desierto
Al poeta Antonio Martínez Sarrión el grandioso e inolvidable final de esta obra maestra de John Ford, con la puerta que se cierra, dejando en definitiva soledad a John Wayne, le traía a la memoria los versos de Saint John Perse:
“Y vuestros pensamientos se alzan ya en la noche como los grandes jefes nómadas que caminan antes del alba hacia el cielo rojo, llevando su silla de montar sobre el hombro izquierdo”.
A mí, el no menos memorable comienzo, con la figura de ese jinete solitario en la inmensidad de Monument Valley, me recuerda algunos pasajes de Absalón, Absalón, de William Faulkner, y también al Pedro Páramo de Juan Rulfo… Pero silencio, oigo la canción de Stan Jones cantada por los Sons of the Pioners. ¿La oís?
“What makes a man…?” “¿Qué es lo que empuja a un hombre… a ir errante, a viajar sin dirección?”
Los cautivos (The tall T, Budd Boetticher, 1956)
“Mis películas con Randy Scott – confesó Boetticher en una ocasión – cuentan más o menos la misma historia. Un hombre cuya mujer ha sido asesinada busca al asesino. Esto me permite mostrar las relaciones bastante sutiles existentes entre un protagonista que se encierra equivocadamente en la idea de vengarse y unos forajidos que, por el contrario, tratan de romper con su pasado. Son las relaciones más simples del western, pero también las más esenciales”.
No se puede resumir mejor. Y es que las siete magníficas películas del Oeste que Boetticher hizo con Scott entre 1956 y 1960 componen, en realidad, una sola película. En las siete se encuentra esa desolación que transmite el paisaje. Todas, además, han comenzado antes de que veamos el primer plano: un jinete cabalgando en la soledad del pedregal.
Un ciclo del Oeste memorable
El héroe es un tipo lacónico, nada simpático, un ser errante: o bien muy dañado y melancólico o bien indiferente a los reveses de la fortuna. Los villanos son complejos y están encarnados por actores excepcionales: Lee Marvin en la magnífica Seven men from now, Richard Boone, el forajido Frank Usher, en Los cautivos. Y en terreno neutral, la mujer, de la que siempre acabamos enamorados. Aquí la rica heredera Doretta Mins, una Maureen O´Sullivan que está ya muy lejos de la chica de Tarzán y confiere a la historia de amor un inconfundible aire otoñal.
La excelencia del reparto, la solidez del guión, basado en un relato de Elmore Leonard, el vigor de la puesta en escena y la precisa planificación dan a Los cautivos una categoría muy superior a la serie B en que quedaría adscrita por su presupuesto. Como recuerda Garci, Peckinpah fue de los primeros en sacar pepitas de oro de Los cautivos y del resto de westerns que Boetticher rodó con Randolph Scott. Clint Eastwood, de los últimos.
Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, John Sturges, 1957)
John Sturges es un gigante del westerns, un cineasta injustamente infravalorado. Y esto, pese a ser el responsable de películas del Oeste tan icónicas como Los siete magníficos, tan emocionantes y hermosas como Fort Bravo o El último tren de Gun Hill, tan sombrías y trágicas como Desafío en la ciudad muerta.
Regreso a O.K Corral
Sturges siempre fue un maestro en manejar el tiempo cinematográfico, en alargarlo para crear tensión y hacernos sentir la historia desde dentro. Y en Duelo de titanes , con un magnífico guion de Leon Uris y dos actores en estado de gracia – Kirk Douglas como Doc Hollyday y Burt Lancaster como Wyatt Earp –, supo dar nuevo aliento épico a una de las grandes leyendas del Oeste: el mítico duelo de O.K. Corral.
Se trata, sin duda, de uno de los westerns perdurables de la infancia. Un clásico febril y enérgico que se ve con los dientes apretados. ¿Cómo olvidar la respuesta de Doc-Douglas cuando Kate-Jo Van Fleet le dice que deben marcharse porque vienen a matarlo?:
DOUGLAS: “Si voy a morir, déjame morir con el mejor amigo que nunca he tenido”.
Y no quiero decir más, porque ya empiezo a oír la pegadiza balada de Dimitri Tiomkin interpretada por Frankie Laine:
“O.K. Corral, O.K. Corral. Oh querida, alguien debe morir; desenfundo mi revólver o te pierdo para siempre…”
El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Delmer Daves, 1957)
Segundo de los tres westerns que Delmer Daves rodó para Columbia con el actor Glen Ford y el operador jefe Charles Lawton Jr., El tren de las 3:10 es una obra maestra indiscutible, uno de esos clásicos del Oeste que no envejecen nunca.
Basada en un intenso relato de Elmore Leonard, la película es un soberbio cara a cara entre Van Heflin, un pequeño ranchero sumido en la pobreza por culpa de la sequía, y Glen Ford, un bandido tan encantador y peligroso como una serpiente de cascabel. El negro futuro familiar es la razón por la cual el primero acepta llevar preso al segundo hasta Contention City, lugar de espera del tren con destino a la cárcel de Yuma. A cambio, Van Heflin espera recibir el dinero que necesita para superar las pérdidas de su rancho y evitar la ruina familiar.
Daves tiene un grandioso sentido del paisaje. Y aquí consigue hacer palpable la aridez de unas tierras castigadas por tres años de sequía, además de generar momentos de alta emoción. Admirable guionista de los dos Tú y yo de Leo McCarey, Daves es también un lírico para quien nada cuenta más que los recuerdos. La hermosísima y efímera historia de amor entre Glen Ford y Felicia Farr, una cantinera que ha vivido tiempos mejores, es un buen ejemplo.
40 pistolas (Forty guns, Samuel Fuller, 1957)
She´s a high-ridin´ woman with a whip, dice la hermosa balada sobre el personaje interpretado por Barbara Stanwyck en 40 pistolas. Y sí, Jessica Drummond es una verdadera amazona del Apocalipsis. Para convencerse no hay más que ver como viste al frente de su pelotón de cuarenta pistoleros: sombrero, pantalón y camisa negras, un látigo siempre en mano…
Llega un cineasta libre y salvaje
Tavernier llamó a Sam Fuller el más anarquista de los directores norteamericanos. Es verdad. Fuller es sinónimo de libertad creativa. Y sus westerns son tan buenos que cortan la respiración. Hay quien dice que 40 pistolas es la película que atesora más momentos perdurables y recordados de toda su filmografía. Tengo mis dudas. Yuma, por ejemplo, es tan buena o más. Lo que sí está claro es que 40 pistolas constituye uno de los westerns más originales de la historia.
Nunca una película del Oeste presentó de modo tan directo la naturaleza de la violencia, encarnada en el hermano de Jessica Drummond, Brockie, que muy bien podría formar parte de la galería de rebeldes sin causa de Nicholas Ray. Jamás – hasta Sin perdón – una película del Oeste cuestionó tan contundentemente la figura del héroe. Si no me creen, vean la sobrecogedora secuencia final y me cuentan.
Yuma (Run of the Arrow, Sam Fuller, 1957)
Yuma se rodó casi un año antes que 40 pistolas, pero el retraso en su distribución provocó que ambas películas del Oeste llegaran a la pantalla en la misma fecha. Western repleto de sugerencias políticas, Yuma es a la vez una epopeya con sioux y soldados de caballería por medio, un duro reportaje sobre el racismo en América y una tragedia que tiene mucho de Esquilo.
El héroe de la película, interpretado a la perfección por Rod Steiger, es un doble renegado, de la nación americana y de los blancos: un soldado sureño que se niega a aceptar la capitulación del general Lee y viaja al Oeste buscando cobijo en la hospitalidad de los indios.
Anhelo de ser piel roja
Fuller, como veterano de la Segunda Guerra Mundial y buen periodista que fue, siempre pretendió que cada secuencia de sus películas tuviera el impacto de los titulares de primera página de una crónica en cualquier día de guerra. Y aquí hace gala de su narrativa directa y su implacable estilo visual desde la primera secuencia.
Me refiero a esa secuencia inolvidable con la que se abre el filme. Un famélico y harapiento Rod Steiger (O´Meara) comprueba si el teniente yanqui al que ha disparado sigue vivo, le arrebata una pequeña bolsa de provisiones, la coloca en el pecho azul y sangre y, a continuación, devora el pan de su víctima como una bestia salvaje y desesperada. Así son, sin duda, las guerras y el hambre, la infamia y la muerte.
El hombre del Oeste (Man of the west, Anthony Mann, 1958)
Un día sin fecha la frontera móvil del Oeste se detuvo en seco. La violencia del empuje hacia el exterior – materia del western épico – se replegó sobre sí misma. Y en los confines de los últimos territorios conquistados surgió el espacio fronterizo como brutal escenario de una dolorosa y amarga tragedia.
El primer western crepuscular
El hombre del Oeste discurre sobre ese territorio mitológico en el que los viejos héroes deambulan sin rumbo, se expolian unos a otros y se matan. Sí, vista hoy, esta magnífica película de Anthony Mann se nos revela como lo que era ya cuando se estrenó: una conmovedora elegía, la agonía de un Oeste que desaparece a manos de la civilización, una historia crepuscular sobre tipos que ya solo pueden vivir y morir de espaldas a la Historia.
El comienzo no puede ser más explícito. Cuando el tren llega a la estación, Gary Cooper (Link Jones) exclama: “Es la cosa más fea que he visto en mi vida”.
En efecto, es el fin del Oeste, representado por el ferrocarril y también por esa ciudad fantasma a la que van a parar los personajes del filme. El mismo Coop lo dice en voz alta, cuando le grita a Lee J. Cobb, mentor en su vida delictiva anterior y ahora enemigo mortal:
“Eres como esta ciudad, eres un espectro. Has sobrevivido a tu época, Dock”.
Horizontes de grandeza (The big country, William Wyler, 1958)
Hay quien despacha este western con un adjetivo, “grandilocuente», y una imagen, “más ruido que nueces”. Hay también quien asegura que el paso del tiempo no le ha sentado demasiado bien a esta película del Oeste de William Wyler. No estoy de acuerdo. Wyler es de los cineastas que hace todo bien. Y en Horizontes de grandeza da una verdadera lección de puesta de escena y de manejo de los espacios abiertos, seña de identidad del género.
Los horizontes retratados aquí se alimentan de pasiones, luchas y venganzas. Un mundo perfectamente encarnado por dos imponentes actores de reparto: Burl Ives (que ganó un Oscar por su interpretación de Rufus Hannassey) y Charles Bickford (Henry Terrill), dos patriarcas que llevan su odio recíproco a uno de esos momentos memorables que jalonan la historia del mejor cine del Oeste. ¿Quien no recuerda la secuencia en que Terril marcha en solitario contra los Hannasey con la espléndida partitura de Jerome Moross de fondo?
Pero claro, Horizontes de grandeza es mucho más. Jean Simmons, la maestra del pueblo y heredera de un rancho que codician Rufus y Terrill. Gregory Peck, en la piel de un capitán de barco llegado al rancho de Terrill para casarse con su hija. Y Charlton Heston, el rudo capataz. Imposible no recordar la épica pelea entre Peck y Heston. Amantes del género, de rodillas.
El árbol del ahorcado (The hanging tree, Delmer Daves, 1959)
Hay películas que se deterioran a medida que envejecen y otras que ganan con el paso de los años. El árbol del ahorcado pertenece a esta segunda categoría. Western singular donde el drama psicológico predomina sobre la violencia, que también existe, este filme del Oeste fue un capricho de Gary Cooper. El actor, ya enfermo, quería hacer una película sobre la fiebre del oro en Montana, su tierra natal. Y vaya si la hizo.
El árbol de la muerte y de la vida
El árbol del ahorcado constituye el western más característico del mejor estilo de Delmer Daves, siempre deslumbrante en los planos generales y los movimientos de grúa. La película se basa en una estupenda novela corta de Dorothy Marie Johnson y es una historia muy pesimista en cuanto a la sociedad, aunque plena de esperanza en lo que respecta a la capacidad del individuo para sobreponerse a las obsesiones que lo consumen.
El árbol del título es un viejo roble, situado en lo alto de una colina, cerca del pueblo minero al que llega el atormentado médico, jugador y pistolero que interpreta Gary Cooper. Los mineros usan ese árbol para linchar a los delincuentes. Es, por tanto, un símbolo amenazador de primitiva justicia, un tótem de violencia ciega. Pero también, como dice la canción que suena al principio y al final de la película, un lugar donde vencer a los propios fantasmas:
“Fue entonces cuando comprendí que el árbol del ahorcado es el árbol de la vida, de mi nueva vida: un árbol de esperanza, para mí; un árbol de amor, de un nuevo amor, para mí. El árbol del ahorcado”.
Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959)
Dice Garci en Las 7 maravillas del cine:
“Ford es siempre Ford, pero Hawks es varios Hawks. Un Hawks de la comedia, un Hawks del western, un Hawks del thriller; un Hawks musical , o épico, o melodramático, depende. Río Bravo es un western, claro, aunque también es una comedia como La novia era él o La fiera de mi niña, y una reflexión sobre la amistad tan profunda como la de Sólo los ángeles tienen alas”.
No puedo estar más de acuerdo. Río Bravo es todo eso, en efecto. Una historia de amistad que incluye un atípico romance. Un western con momentos de humor inolvidables y una atmósfera opresiva de cine negro. Y, por encima de todo, una obra maestra del género del Oeste y uno de los filmes más importantes y más complejos de Hawks.
La película trascurre en tres días y tres noches y en un único lugar, el pueblo de Río Bravo. Allí, el sheriff Chance (John Wayne) debe enfrentarse a un poderoso terrateniente con la ayuda del borrachín Dude (Dean Martin), el vejestorio Stumpy (Walter Brennan) y el joven pistolero Colorado (Ricky Nelson).
Resumiendo, una sucesión de escenas geniales y diálogos perfectos, que encajan como un mecanismo de relojería en la trama. Un ejemplo, un viejo ganadero pregunta a Chance:
GANADERO: ¿Por qué detuvo al hermano de Nathan, sheriff?
CHANCE: El motivo lo estaban enterrando cuando usted llegó.
GANADERO: ¿Qué dice Nathan sobre ello?
CHANCE: Nada. Nathan no habla, actúa.
GANADERO: ¿Con cuántos hombres cuenta?
CHANCE: Con un viejo cojo, un niño y un borracho.
GANADERO: Si hay un hombre en dificultades, ese es usted, sheriff. No me gustaría estar en su pellejo
Los que no perdonan (The unforgiven, John Huston, 1959)
La aventura de los colonos que se asentaron a mediados del siglo XIX en los valles del Oeste usurpados a los indios dio origen a incontables situaciones dramáticas. Una de ellas fue la de los cautivos: los niños que las tribus indias en pie de guerra capturaban en sus razias, asunto que Ford trató en dos obras maestras: Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos. Pues bien, Los que no perdonan es el reverso de estas dos películas: la historia de una niña kiowa – interpretada por Audrey Hepburn – recogida por una familia de colonos que ha crecido ignorando su verdadero origen.
Un extraño personaje, una especie de profeta enloquecido por las soledad de las praderas, desvela la verdad sable en mano y a voz en grito: “Tú no eres una Zachary. Yo soy la espada del Señor, el fuego y la venganza”.
El reverso de Centauros del desierto
Estas palabras desencadenan la tragedia. Mientras los kiowas pretenden recuperar a la joven, una parte de los colonos ve en ella una sucia india que sólo puede traer desgracia: un caballo de Troya infiltrado en sus casas.
A partir de un crudo y emocionante relato de Alan Le May, combinando a la perfección el drama con la acción y exprimiendo al máximo un monumental plantel de actores (Burt Lancaster, Lillian Gish, Audie Murphy, Charles Bickford…), John Huston compuso un western complejo y amargo, propio de la madurez de un género que nació conformista y fue endureciéndose con el paso de los años. Una película del Oeste de altos vuelos, intensa, imprescindible.
Misión de audaces (The horse soldiers, John Ford, 1959)
Dice Eduardo Torres Dulce en Los amores difíciles:
“Misión de audaces es una de las más hermosas, secretas, complejas, pero también menos apreciadas películas de John Ford”.
Es verdad. Tomando un hecho real como fuente de inspiración (el raid que un coronel de la Unión llevó a cabo en el mes de abril de 1863 entre las líneas de la retaguardia sudista), Ford prolongó su magnífica Trilogía de la Caballería con esta epopeya ambientada en la devastación de la Guerra de Secesión.
John Wayne encarna aquí al coronel (el torturado John Marlowe) que dirige la misión yanqui. Un inconmensurable William Holden (el comandante-médico Hank Kendall) le da réplica. Y en medio, la bellísima Constance Towers, en la piel de una elegante e inteligente dama del Sur (Hannah Hunter) obligada a unirse a la audaz columna de la Unión que se adentra peligrosamente en territorio enemigo.
Resumiendo, una obra maestra, una más, del viejoFord, repleta de momentos inolvidables. ¿Quién no recuerda la infantil y suicida carga de los imberbes cadetes contra la desangelada tropa de Marlowe, la llegada del tren confederado a New Station o la memorable secuencia final, con la voladura del puente a cargo de Wayne? Un western para ver una y otra vez.
Vidas rebeldes (The misfits, John Huston, 1961)
Vidas rebeldes es una de las más notables incursiones del espíritu del viejo Oeste en la vida moderna. Fue la última película de Clark Gable, que falleció pocas semanas después de acabar el rodaje de un ataque al corazón. Y tiene mucho de elegía.
No sólo porque a la muerte de Gable hay que añadir los problemas personales de la hermosísima Marilyn Monroe, al borde del abismo de su amarga existencia. O por el estado fantasmal del torturado Montgomery Clift, un espectro de sí mismo, neurótico, alcoholizado y enganchado a las drogas con las que intentaba apaciguar el dolor que nacía de su rostro, destrozado en un accidente de automóvil. Que también.
Es una elegía porque habla del final de un tipo de vida: la existencia libre del cowboy y de los caballos salvajes de la montañas de Nevada.
Apoyándose en un magnífico guion de Arthur Miller, John Huston apuró hasta el último suspiro la magia de unos intérpretes de leyenda para crear un filme mítico. Vidas rebeldes es un verdadero poema en blanco y negro sobre la caza furtiva de caballos salvajes, sobre la desesperación y el arrojamiento del hombre fuera de la historia. Claves del viejo western que Huston y sus actores tiñen de crepúsculo en una estremecedora mezcla de dolor y vitalidad, de violencia y delicadeza, de dureza y fragilidad.
Dos cabalgan juntos (Two rode together, John Ford, 1961)
Hay quien la considera una obra fallida de John Ford. No estoy de acuerdo. Como sostiene Javier Marías, defensor a ultranza de este filme profundamente triste, Dos cabalgan juntos es una cima del western y de la historia del cine.
La película aborda el mismo tema que Centauros del desierto, pero con una visión mucho más pesimista. Wayne, en Centauros del desierto, inicia la búsqueda de sus sobrinas desde el momento en que son raptadas por los comanches. Y pese a que cada jornada que pasa corre en su contra, la esperanza nunca abandona al espectador. James Stewart (Guthrie McCabe) sabe que ya no hay vuelta de hoja para los niños y mujeres blancos que tiene que rescatar. Hace ya nueve, doce, quince años, según los casos, desde que fueron raptados y su misión, por tanto, es una empresa imposible, que sólo acepta llevar a cabo por dinero.
Sí, la desesperanza y el fracaso son la moneda corriente de Dos cabalgan juntos. Aquí las familiares figuras que pueblan las obras anteriores de Ford se convierten en fantasmas sin futuro y los grandes espacios en los que se movían los personajes de Caravana de paz o La legión invencible se transforman en escenarios – hermosísimos, eso sí – destinados a representar la locura, la crueldad, el odio y la muerte. Para dejar el ánimo un poco menos abatido, Ford sólo nos deja el sonido de una pequeña caja de música que nos habla del tiempo feliz de la infancia.
Duelo en la alta sierra (Ride the high country, Sam Peckinpah, 1962)
Un crítico elogió este inmortal western crepuscular firmado por Sam Peckinpah como “el más simple, tradicional y grácil de todos los Oestes modernos”. También podría haber apuntado que es una obra maestra del Cine con mayúsculas.
Duelo en la alta sierra cuenta la historia de dos viejos amigos que se asocian para escoltar un cargamento de oro desde las salvajes minas de Alta Sierra hasta la civilización. Uno de ellos (Joel McCrea) sólo se propone hacer bien el trabajo; el otro (Randolph Scott) proyecta quedarse con el precioso metal, ya que como dice en un momento: “Un hombre tiene que tener más de una razón para cabalgar estos pagos”. Ambos son dos tipos que pertenecen a otra época. Dos ex sheriffs desplazados en un Oeste en plena transformación, reliquias del pasado que han perdido su universo pero que conservan la dignidad intacta.
Duelo en la alta sierra es una película del Oeste de respiración entrecortada, una historia que destila emoción contenida y una serenidad no exenta de amargura. La cinta supuso el final de todo un clásico: Randolph Scott, el monolito de los westerns de Boetticher. Aunque la última imagen del filme, el conmovedor plano final, copiado por Tarantino en Reservoir Dogs, pertenece a Joel McCrea, otro icono del cine del Oeste.
El hombre que mató a Liberty Valance(The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962)
“Nada es demasiado bueno para el hombre que mató a Liberty Valance”, dice el revisor del tren. La cámara se posa un momento en James Stewart (el veterano senador Stoddard). Pero es la mirada de Vera Miles (Hallie, uno de los personajes más conmovedores de John Ford) la que se desmorona. Cambia el plano. Es el final. El tren en que viajan Hallie y Stoddard se pierde en la lejanía mientras la infinita pradera parece evocar las palabras del periodista que, al comienzo del filme, ha querido saber por qué un político tan importante se ha desplazado hasta un perdido y áspero pueblo de Arizona para asistir al entierro de un hombre a quien nadie recuerda:
“Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en realidad, se publica la leyenda.”
Pero basta. No hay palabras para resumir esta maravilla del cine. El hombre que mató a Liberty Valance es una película inabarcable. No se puede contar. Hay que verla. Y después, volver verla, una y otra vez.
Eterno John Ford
John Ford regresó a un sobrio blanco y negro para rodar esta película eterna cuyo eje argumental gira sobre un dilema crucial: ¿Hasta dónde llega la ley y hasta dónde la fuerza? ¿Cuándo es legítimo el uso de la violencia para terminar con la violencia?
La película – volvamos a intentarlo – empieza y termina con el entierro de Tom Doniphon (un John Wayne a la altura del que llena Centauros del desierto). Y cuenta en flash-back la historia de un joven abogado idealista (Stoddard-Stewart) que cruza el Pecos con la esperanza de una nueva vida, con la ilusión de ayudar a llevar la civilización a un territorio donde aún mandan las pistolas.
El hombre que mató a Liberty Valance es el testamento de John Ford. Una obra que no desaparece del corazón. Un western que nos habla de la construcción de una sociedad y de los héroes sin historia que hacen la historia.
Los valientes andan solos (Lonely are the brave, David Miller, 1962)
Otro western crepuscular. Un clásico casi secreto. Kirk Douglas es aquí un vaquero (Jack Burns) que busca sobrevivir con su caballo en un Oeste completamente civilizado. Un Oeste donde hay más coches que caballos, más carreteras que praderas.
Jack está en guerra con la historia y el progreso. Y cuando se entera de que su viejo compañero de aventuras se halla preso por prestar ayuda a inmigrantes mexicanos ilegales, decide ayudarle. En un acto de extrema generosidad, fuerza su detención para escapar de la cárcel juntos. Pero el sacrificio resultará inútil, pues Paul Bondi, el amigo, prefiere no arriesgarse a una condena mayor. Y Jack acaba fugándose sólo, convirtiéndose, así, en un fugitivo de la justicia, un hombre acosado.
Dicen que Los valientes andan solos es, sobre todo, una película de su guionista, Dalton Trumbo. No estoy de acuerdo. El guión, cierto, es magnífico, pero la dirección de David Miller no le va a la zaga. Hay planos de infrecuente belleza. Hay escenas inolvidables, resueltas con enorme sabiduría. Hay emoción. Y en el interior de la amargura y dureza que destila el filme hay también un resto de delicadeza y un canto a los horizontes perdidos que lo convierten, al mismo tiempo, en una obra clásica y moderna. Una película del Oeste que no hay que dejar de ver.
Una trompeta lejana(A distant trumpet, Raoul Walsh, 1964)
Dejemos hablar a Miguel Marías, para quien esta película del Oeste contiene una de las escenas más dignamente tristes de la historia del cine:
«Los apaches chiricahuas dejan caer sus lanzas – auténticas banderas en el polvo – y sus penachos de plumas; las patas de sus caballos borran los dibujos en la arena – huellas de una cultura que se sabe condenada – y la tribu entera – o lo que queda de una noble raza guerrera – emprende su fatigosa marcha a la reserva”.
Hay también jinetes de la caballería y colonos atrapados en un paisaje de salvaje belleza; odios telúricos entre indios y blancos; emboscadas en cañones resecos; una historia de amor envuelta en el ultraclásico tema compuesto por el veterano Max Steiner … Y un personaje femenino que justificaría por sí solo toda la película: Kitty Mainwaring, interpretado por Suzanne Pleshette, actriz con mucha clase que hubiera llegado a ser una gran estrella de haber seguido en activo cineastas como Walsh. Pero el viejo Hollywood estaba dando sus últimos estertores en 1964. Y con él, un modo de hacer películas que se extinguía sin remedio.
Una trompeta lejana es el último filme del director de Murieron con las botas puestas, y en él relumbran la sabiduría y la experiencia, la soltura y el estilo directo y enérgico que caracterizan su cine. Ni un solo plano de más. Ni un solo ornamento. El viejo Walsh tenía setenta y seis años. Y aún así se yergue ante nosotros como un cineasta en pleno dominio de sus facultades creativas. Una trompeta lejana es un western de amor y guerra que resume su vida y obra.
El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966)
Sergio Leone no puede faltar en esta lista. De sus películas del Oeste me quedo con El bueno, el feo y el malo, filme que cierra la mítica Trilogía del dólar, piedra angular del spaghetti western.
¿Por qué esta elección? Por todo. Por la grandiosa música de Ennio Morricone. Por la historia de supervivencia con ecos de novela picaresca sobre el telón de fondo de la Guerra de Secesión estadounidense. Por Clint Eastwood, Lee van Cleef y el gran Eli Wallach, aquí una especie de Buscón de Quevedo llegado al Salvaje Oeste. Por los guiños, los homenajes, la ironía, el humor. Por la espectral aparición de ese carruaje cargado de muerte que dispara la acción en nuevas direcciones. Por el interrogatorio que sufre Tuco (Wallach) mientras la orquesta del campo de prisioneros y los golpes del carcelero truenan al unísono. Por el oficial yanqui alcoholizado convencido del horror y el absurdo de la guerra. Por el inolvidable duelo final en el cementerio de Sad Hill. Porque no hay una sola escena olvidable ni un solo tiempo muerto.
Y en fin, por la misma razón por la que El Quijote supera a las novelas de caballerías: ironiza sobre ellas, pero su materia prima es la emoción acumulada en el género. No, en Leone la forma jamás vence al fondo. Como dice Jordi Costa, lo sublima, lo enriquece.
Los profesionales (The professionals, Richard Brooks, 1966)
Cuatro mercenarios estadounidenses, interpretados por Burt Lancaster (Dolworth, experto dinamitero y mujeriego empedernido), Lee Marvin ( Fardan, un soldado de fortuna atormentado por la muerte de su esposa), Robert Ryan (Ehrengard, antiguo militar, ahora cuidador de caballos) y Woody Strode ( el caza-recompensas Jake Sharp), se adentran en México para rescatar a la esposa de un acaudalado compatriota (la hermosa Claudia Cardinale, María). Supuestamente, ella ha sido secuestrada por un lugarteniente de Pacho Villa (el revolucionario Jesús Raza, Jack Palance). Pero nada es lo que parece.
El final de la aventura
Richard Brooks, experto en adaptaciones literarias, se inspiró vagamente en una novela de Frank O´Rourke para crear una aventura tensa, vigorosa y crepuscular. Los profesionales es una oda a la amistad, al amor y a las causas perdidas; un western lleno de melancolía, pero también pleno de acción, ironía, humor y emoción. Y con algunos de los mejores diálogos de la historia del cine.
FARDAN: Mujeres y whisky. ¿No piensas en otra cosa?
DOLWORTH: Escribiste mi epitafio.
También es difícil de olvidar la sequedad con que el mismo Dolworth rectifica la ingenuidad de Ehrengard: “La dinamita, y no la fe, es lo que mueve las montañas. En eso consiste todo”. Y claro, ¿cómo no recordar las palabras que Raza pronuncia en el duelo final con su antiguo amigo Dolworth?:
“La revolución nunca fue una diosa, nunca fue virgen, siempre fue una puta. Pero sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe. Nos marchamos porque nos desengañamos. Regresamos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable.”
El Dorado (Eldorado, Howard Hawks, 1966)
El Dorado resume todos los grandes temas del Oeste y también condensa todo el cine de su autor, Howard Hawks, que siempre contó sus historias de la forma más simple, colocando la cámara a la altura de los ojos.
La película respira el espíritu de Río Bravo, pero con un aire más crepuscular. Y es que aquí los héroes están más viejos y cansados. Son un temido pistolero (Cole Thorton, John Wayne), físicamente al borde de la parálisis por culpa de una bala alojada junto a su columna vertebral, y un sheriff alcoholizado (J. P. Harrah, colosal Robert Mitchum) que se ha bebido el Misisipi por la misma causa que el borracho Dean Martin en Río Bravo, el abandono de una mujer.
El Dorado destila lo mejor del zorro gris de Brentwood: la comedia, la aventura, la amistad, el orgullo por el trabajo bien hecho… Hawks vuelve a cautivarnos con la sabiduría de un pionero y a la vez el distanciamiento de un creador moderno que se resiste a envejecer.
Sí, El Dorado es el vuelo de una especie en peligro de extinción que sabe que su tiempo está pasando y quiere contar su historia preferida una vez más. Pero esta vez insinuando un tono más solemne, al que ayuda la hermosa canción que acompaña los títulos de crédito.
Grupo salvaje (The wild bunch, Sam Peckinpah, 1969)
“Los tiempos cambian, pero yo no”, dice Billy el Niño (Kris Kristofferson) en Pat Garret y Billy the Kid. Toda una declaración de principios que podrían firmar con una sonrisa los atracadores de Grupo Salvaje: Pike Bishop ( un William Holden antológico), los hermanos Gorch (Warren Oates y Ben Johnson), Dutch Engstrom (Ernest Borgine), Ángel (Jaime Sánchez) y el viejo Freddy Bykes (Edmond O´brien).
Hito absoluto del género, western brutal, despiadado y melancólico, con ecos de la Ilíada y de la Odisea, Grupo Salvaje habla de los últimos héroes de un Oeste en vías de extinción: un mundo sin piedad, sin apenas nobleza, terriblemente cruel, pero fiel a ciertos valores, la amistad, sobre todo. Así, cuando Tector Gorch anuncia que va a matar al viejo Sykes porque es un estorbo, Pike se lo impide airadamente:
“No te vas a librar de nadie. Seguiremos todos juntos como siempre hemos hecho. Cuando uno se mezcla en un lío de éstos es hasta el final. Si no quieres seguir eres peor que un animal y estás acabado. ¡Estamos acabados! ¡Todos!”
Los tiempos cambian
La película esta ambientada en 1913, año arriba año abajo. Y cuenta la historia de una banda de forajidos que busca refugio en el México convulso de la Revolución después de un golpe fallido en una polvorienta ciudad del Sur de Texas.
El filme tiene secuencias de violencia desatada, pero también momentos de humor y de hondo lirismo. Sam Peckinpah era un poeta y un rebelde con causa. Y en Grupo Salvaje creó unas imágenes y unos personajes que perduran en la memoria del corazón.
Yo jamás olvidaré la primera secuencia de la película, con la tensa y elegíaca banda sonora de Jerry Fielding sonando de fondo. Unos niños tiran un escorpión encima de un hormiguero. Soldados a caballo. Una manifestación de la liga antialcohólica. Hombres armados en un tejado. Y de pronto, Pike Bishop estampa al jefe de la estación contra un poste y ordena: «¡Si se mueven, matadlos!»
Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance kid, George Roy Hill, 1969)
“Haré todo lo que me pidáis excepto una cosa: no quiero veros morir. Me perderé esa última escena”.
Así le habla Katharine Ross, la chica de El graduado, a Robert Redford justo antes de iniciaruna huida a México que parece definitiva en este filme escrito por William Goldman y dirigido con maestría por George Roy Hill.
Dos hombres y un destino llegó a las pantallas de cine con todos los elementos necesarios para convertirse en un clásico del western moderno: humor y acción mezclados con inteligencia, una historia de amor de las que no se olvidan y, por supuesto, una pareja de actores de indiscutible carisma.
Nunca dos forajidos tuvieron tanto encanto como Butch Cassidy y Sundance Kid interpretados por Paul Newman y Robert Redford. La pareja arrasó en taquilla – más de 100 millones de dólares de recaudación – con esta historia de truhanes honrados y ladrones buenos que muestra el lado más amable del crepúsculo del Viejo Oeste.
Estoy seguro de que son muy pocos los que hoy no recuerdan la secuencia de la bicicleta con la música de Burt Bacharach Raindrops keep fallin´ on my head sonando de fondo. Sí, Dos hombres y un destino es un canto a la rebeldía, y quizá por eso continúa seduciendo a quienes aman la libertad por encima de cualquier otra cosa.
La venganza de Ulzana (Ulzana´s raid, Robert Aldrich, 1972)
La venganza de Ulzana es una de las películas del Oeste más descarnadas y violentas que ha dado el cine de todos los tiempos. Burt Lancaster, en una de las mejores interpretaciones de su larga carrera, da vida a un escéptico y curtido explorador (McIntosh) que, a las órdenes de un teniente recién salido de West Point (Garnett DeBuin), debe capturar a un jefe apache (Ulzana) huido de una reserva de Arizona.
Ulzana ha pasado mucho tiempo con viejos, perros y mujeres; anhela el viento y la guerra; y allí por donde pasa con sus guerreros deja un rastro de terror, desolación y muerte. Por eso, la urgencia por atraparlo.
Tierra de odios
Siguiendo el magnífico guion de Alan Sharp, que desprende autenticidad a raudales, Robert Aldrich filma una aventura que a ratos recuerda a Homero y a ratos a Jenofonte. Una aventura donde las diferencias culturales se desvanecen en el vendaval de la lucha, haciendo prevalecer los sentimientos de odio y venganza. Una historia donde el paisaje de la calcinada Apachería, tan poco piadoso con el hombre como la historia, hace buenas las palabras del mayor Cartwright, destinadas al bisoño teniente, entusiasmado con la idea de dirigir el pelotón que debe dar caza a Ulzana:
“No me lo agradezca. No es un favor. No sé si recuerda las palabras del general Sheridan: Si fuera dueño de Arizona y el infierno, vendería Arizona y viviría en el infierno.”
Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972)
Jeremiah Johnson estuvo una vez en una ciudad y aquello no le gustó. Su lugar está en las Montañas Rocosas, donde, en contacto con la naturaleza salvaje, espera encontrar una existencia a su medida.
“La gente viene aquí para llevarse lo que no es suyo. Por eso fracasa (…) En cuanto a ti, Jeremiah, procura olvidar todo lo que has aprendido en el camino. En la montaña no te servirá de nada”.
Los amistosos consejos que un veterano cazador de osos le da a Jeremiah resumen esta joya de Sydney Pollack: una hermosa balada en la mejor tradición de Wellman y Walsh que cuenta la odisea de un aventurero decidido a vivir en la más pura y agreste soledad.
Ambientada en unas tierras de leyenda, apoyada en dos temas fundamentales del western – la fuerza de la naturaleza y la relación de los blancos con los indios –, Las aventuras de Jeremiah Johnson es quizá la mejor película de Sydney Pollack y también la interpretación más memorable de Robert Redford.
El filme tiene, además, el sello inconfundible de su guionista, el lírico y loco John Milius: un creador obsesionado por la autenticidad y la violencia, un verdadero frontera, autor del guión de Apocalipse now y de las estupendas películas de aventuras Conan el bárbaro y El viento y el león.
Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992)
Clint Eastwood ya había firmado dos películas del Oeste extraordinarias antes de Sin perdón: El fuera de la ley y El jinete pálido. Pero, sin duda, este filme representa su cumbre creativa en el género. Como dijera José Luis Garci, Sin perdón es un western filmado desde el purgatorio, una obra nocturna y misteriosa que te sorprende a cada paso.
La película cuenta la historia de un antiguo y sanguinario pistolero, Will Munny (Clint Eastwood), que sale de su retiro atraído por la recompensa que unas prostitutas ofrecen a quien elimine a dos vaqueros que han vejado a una de ellas. Y es una vuelta de tuerca al discurso de El hombre que mató a Liberty Valance. Una obra maestra que muestra la realidad oculta tras la leyenda, con reflexiones sabias y tremendas, un retablo de personajes inolvidables y escenas y diálogos que te dejan clavado en la butaca. Un ejemplo: la sentencia que Munny le dirige al sheriff Little Bill (Gene Hackman):
“He matado a mujeres y niños, he disparado sobre cualquier cosa que tuviera vida y hoy he venido a matarlo a usted”.
Una despedida grandiosa
Sin perdón es un filme único e irrepetible. Y si realmente el género al que le debo tantas emociones estuviera muerto – que no es así – no puedo imaginar una despedida más grandiosa que la de ese asesino frío como la nieve atravesando, en medio de la noche y bajo la tormenta, un pueblo completamente embarrado, gritando a los lugareños que le acechan en las sombras:
“Os juro que si volvéis a hacer daño a una puta volveré para incendiar vuestras casas y mataros a vosotros y a vuestras familias.”
Valor de ley (True grit, Joel y Ethan Cohen, 2011)
Para terminar, un western del siglo XXI, una película inmensa que recoge todas las claves del cine del Oeste: Valor de ley. Sí, es un remake del filme que rodó Henry Hathaway en 1969 y que le granjeó el merecido Óscar a John Wayne, en la piel de un borracho cazarrecompensas al que una cría testaruda y pragmática contrata para que detenga o mate al asesino de su padre.
La cinta de Hathaway tiene aliento épico, tristeza, autenticidad. Pero la versión de los hermanos Cohen, con un Jeff Bridges inconmesurable, es aún mejor. Nada en este clásico moderno está exagerado. Hay las dosis justas de violencia, aventura, peligro, melancolía contenida y emoción. También hay humor y asombrosas escenas de quietud, y entre éstas no tienen desperdicio las conversaciones entre esa niña precozmente adulta y el viejo pistolero convencido de que las veintitrés personas que se ha cargado a lo largo de su vida tuvieron la muerte que merecían.
¿Mi consejo?: vean las dos.