John Wayne, un mito del cine clásico del Oeste
Es verdad que no sólo hizo películas del Oeste. Fue (en la pantalla, claro) cazador en África, pirata del Caribe, soldado en diversos frentes de la Segunda Guerra Mundial, aviador en Alaska, dueño de un circo y hasta llegó a ponerse en la piel de Gengis Khan. Y también es verdad que muchos le recordarán siempre como Sean Thornton, enredado, para siempre en un beso homérico con Maureen O´Hara, la Mary Kate de El hombre tranquilo. Pero John Wayne es y será siempre una leyenda del western: el pistolero de La Diligencia, el duro y hermético ganadero de Río Rojo, el Ulises vengador de Centauros del desierto, el generoso héroe de El hombre que mató a Liberty Valance…
Sucedió durante el rodaje de El último pistolero (1976), de Don Siegel. Lo contó Clint Eastwood en Inside Actors Studio. Y lo recordaba no hace mucho tiempo Javier Cercas…
Clint Eastwood lo haría
Siegel se dispone a rodar una escena en la que el personaje que interpreta John Wayne tiene que disparar por la espalda a uno de los villanos del filme. Un giro del guión que no convence al actor.
WAYNE: «¿Quieres decir que le dispare a traición?«
SIEGEL: «Sí, sí. Dispárale, líbrate de él. Hay cuatro tíos más…”
Un tenso y largo silencio. Por fin:
WAYNE “No voy a hacer esa escena. Yo no disparo a un hombre por la espalda”.
Siegel sonríe y le dice a Wayne que se trata sólo de una película, que él no va a disparar a nadie por la espalda. La escena es capital en el guión y tiene que filmarse. Pero Wayne vuelve a negarse. Furioso, Siegel dispara la última bala:
SIEGEL: “Clint Eastwood lo haría”.
El último héroe clásico del Oeste
Wayne tenía entonces 73 años. Estaba viejo y enfermo, pero aún parecía invulnerable. Era un mito viviente, el gran icono del Oeste. Y es posible que, en aquel momento, pasaran por su mente todas las películas del Oeste que había protagonizado. Tampoco resulta difícil imaginárselo valorando la leyenda de nobleza y valentía que su presencia evocaba en millones de espectadores.
Wayne había disparado contra forajidos y saqueadores comanches, resistido en el Alamo, defendido la diligencia de los apaches, escuchado noche tras noche El degüello en la cárcel de Río Bravo, respetado a Cochise antes de la batalla, capitaneado el Séptimo de Caballería más allá de Río Grande, plantado cara a Liberty Valance, besado a Angie Dickinson con la misma ironía que Bogart a Bacall en Tener y no tener… Y nunca, jamás, había interpretado a un tipo que jugara sucio. El cine del Oeste tenía en él a un héroe digno de los héroes de Homero.
Tras un nuevo silencio, en el que pareció acusar la humillación, contestó:
“No me importa lo que haga ese chico. Yo no disparo a un hombre por la espalda”.
La escena, claro, no se rodó. Y el duro y canceroso pistolero que interpretaba Wayne en la película de Siegel murió en la pantalla tal y como el propio actor lo haría unos años más tarde en la vida real: fiel a su leyenda, firme en la estela de los inmortales héroes del cine clásico del Oeste.
Cuando John Wayne todavía no era John Wayne
Pero empecemos por el principio… John Wayne no se llamó siempre John Wayne. Se llamaba, realmente, Marion Robert Morrison y nació el 26 de mayo de 1907 en una pequeña localidad de Iowa. Hoy cuesta pensar que nadie diera un centavo por su carrera cuando llegó a Hollywood. Pero así fue. Sus comienzos en la Meca de los Sueños no resultaron nada fáciles. Hizo de doble para escenas peligrosas y desempeñó todo tipo de trabajos para el Fox Film Studio, desde caballista y figurante a secundario en películas hoy olvidadas.
Hay actores que llevan sus personajes inscritos en la piel y en el alma igual que otros llevan las huellas digitales. John Wayne es uno de esos actores: es un monumento del western, el último héroe clásico del Oeste.
Como recordara Eduardo Torres Dulce en el centenario del actor, John Ford “tardó un mundo en darle una oportunidad de las buenas, tras emplearle en algunas películas menores en los postreros tiempos del cine mudo”. Más aún. “Ford miró con escepticismo cómo su compinche Raoul Walsh le daba a Wayne el papel protagonista en La gran jornada”. Corría el año 1930.
La gran jornada fue uno de los westerns más espectaculares del primer cine sonoro. Una odisea (la de los emigrantes que realizaron el largo trayecto desde la ribera del Mississippi hasta Oregón) en la que Wayne ya interpretaba el tipo de personaje que encarnaría a lo largo de los siguientes cuarenta años: un vaquero duro y solitario, entregado a su trabajo y dispuesto a hacer justicia a golpe de pistola.
Pero la película fracasó estrepitosamente. Y Wayne quedó enterrado en un sinfín de westerns de serie B para productoras como la Universal y la Republic. Cientos de películas y seriales del Oeste sin gloria que solían rodarse en muy pocos días y con muy bajo presupuesto. Resumiendo, cayó en el olvido.
Ringo Kid: el nacimiento de un icono
Y entonces llegó La diligencia (1939). Por qué John Ford llamó a Wayne para interpretar a Ringo Kid es una pregunta cuya respuesta ya nadie puede contestar; un misterio más en la muy misteriosa vida del legendario cineasta. Lo cierto es que Ford le preparó en La diligencia un nuevo y principesco principio.
Ringo Kid es un fuera de la ley, un joven pistolero que se ha fugado de prisión para vengar el asesinato de su hermano. Y su aparición inicial, cuando han transcurrido ya veinte minutos de película, es una de las apariciones más deslumbrantes de la historia del cine. ¿Quién no recuerda a Wayne-Ringo deteniendo la diligencia en pleno desierto? Si cierro los ojos aún puedo verle volteando el Winchester ante la sorpresa del bonachón Andy Devine, que no deja de ser nuestra sorpresa.
La escena está planificada de forma espectacular, con un movimiento de cámara que se acerca velozmente al actor. Como un soplo de aire. Hoy nos parece que Ford está proclamando a Wayne heredero de Harry Carey, icono del western mudo y mentor del propio cineasta. Hoy tenemos la sensación de que el director de Centauros del desierto está diciendo al mundo, alto y claro, que el tipo que está allí plantado, con la silla de montar en una mano y el Winchester en la otra, será, en adelante, su actor fetiche.
Pero lo cierto es que Wayne volvió al redil de la serie B y tuvo que esperar otros diez años antes de interpretar otro western de John Ford. Se trata de Fort Apache (1948), donde encarna al capitán Kirby York. La comunión perfecta entre cineasta y actor no llegaría, sin embargo, hasta la siguiente película, con La legión invencible (1949), en la que Wayne da vida al oficial Nathan Brittles, un capitán de la caballería al borde del retiro. Y esto, después de que el actor hubiera rodado con Howard Hawks Río rojo.
Dice la leyenda que Ford comentó al ver la película de Hawks: “Nunca hubiera pensado que este hijo de puta supiera actuar”. Y algo de verdad tiene que llevar, esta vez, la leyenda, ya que Wayne confesó más tarde: «No creo que John Ford me tuviera algún tipo de respeto como actor hasta que hice Río Rojo para Howard Hawks.»·
El vaquero por excelencia
Sí, cuarenta años bien cumplidos le hicieron falta a John Wayne para ser John Wayne. Para convertirse en ese ser mitológico, grandioso y magnético que, incluso estando ausente de la pantalla, domina las películas en las que aparece. Cuarenta años para ser ese héroe del western cuyo recuerdo permanece imborrable en los espectadores de toda condición.
Raoul Walsh, Howard Hawks, Henry Hathaway, Michael Curtiz, John Farrow, Burt Kennedy, A.V. McLaglen… Casi todos los grandes del western clásico contaron con él en alguna ocasión y con algunos de ellos estableció una fructífera relación artística.
“No creo que John Ford me tuviera algún tipo de respeto como actor hasta que hice Río Rojo para Howard Hawks”.
A Hathaway le debería el único Oscar de su carrera, por su papel de sheriff viejo y tuerto en Valor de ley (1969). Y al servicio de Hawks interpretó algunos de sus personajes más memorables. Son Matt Dunson, el ganadero golpeado pero no vencido de Río Rojo (1948), un héroe amargado, tiránico y arisco; John T. Chance, el sheriff sitiado de Río Bravo (1959); Cole Thornton, el errante y otoñal pistolero de El Dorado; y el capitán Cord McNally de Río Lobo (1970).
Cabrera Infante sobre la interpretación de John Wayne en Río Bravo: “John Wayne es ahora el gran actor de esas epopeyas de polvo que descubrió John Ford en La diligencia: él es el vaquero por excelencia y, después de Gary Cooper, no hay quien le saque ventaja con su lenta voz, su andar acompasado y su displicencia por la vida”.
Pero, sin duda, el cineasta con el que Wayne tuvo más sintonía fue John Ford, cuya mirada partida en dos por un parche dio al actor un par de vidas de repuesto.
Dos iconos cabalgan juntos
Dice Jose Luis Garci de John Ford en Las siete maravillas del cine:
“Nadie ha filmado mejor que él un baile, un tipo hablando a una tumba, unos jinetes cruzando el río, la vejez, la soledad, la desilusión, la familia alrededor de la mesa, los entierros, las cocinas, las tormentas (Ah, la tormenta sobre Monument Valley en La legión invencible), las montañas, los ríos, los crepúsculos, el pocillo de café junto a la hoguera en la alta sierra, las brumas, la tensión del horizonte, el deber, el cielo, el amor, la decepción del amor, los rostros, los caballos, las barras de los bares y, en fin, esa cosa tan manida que llamamos vida.”
Estoy de acuerdo. John Ford es un poeta inigualable, capaz de convertir cada fotograma en un fragmento irrepetible de vida. Y, por supuesto, aunque no se dedicó al western con la constancia que se le suele atribuir, es el más grande autor de este género cinematográfico.
Revolucionando el western
Hay que recordar, como apuntaba Miguel Marías en el mítico número que la revista Nickel Odeon dedicó a las películas del Oeste, que Ford transformó el western en cada década. Primero en los años veinte, con El caballo de hierro (1924). En los treinta, con La diligencia (1939). En los cuarenta con Pasión de los fuertes (1946) y Fort Apache (1948) . En los cincuenta, con Centauros del desierto (1956). Y en los sesenta, con El hombre que mató a Liberty Valance (1962).
John Wayne y John Ford son dos gigantes del western, dos jinetes invencibles cuando cabalgan juntos por las llanuras del Oeste.
Y claro, salvo en El caballo de hierro y en Pasión de los fuertes, allí estuvo John Wayne. Ford se refería al actor como “ese pedazo de carne”. Pero lo cierto es que, desde Fort Apache, Wayne fue quien dio cuerpo, voz y mirada a los solitarios personajes del cineasta, en particular a los del Oeste.
Personajes para el recuerdo
Tipos fuertes, duros, parcos en palabras, pero también vulnerables. Tipos como el Ethan Edwards de Centauros del desierto, el coronel Marlowe de Misión de audaces (1959) o el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance.
Hablamos de tres de los personajes más complejos del arte cinematográfico. El primero (Ethan Edwards), un antiguo e irreductible soldado de la Confederación condenado a errar en solitario, sin familia, sin raíces, resentido, racista y vengativo, pero solapadamente tierno, capaz de consumirse de amor y de añoranza.
El segundo ( Marlowe) , un coronel del ejército de la Unión que lleva el recuerdo de la muerte de su esposa como una quemadura; un militar con las heridas del alma al descubierto, aferrado a su uniforme y a su misión como un náufrago a un trozo de madera.
El tercero (Tom Doniphon), el último vaquero de una frontera que desaparece; un héroe capaz de luchar por una sociedad en la que no tiene sitio, que por encima de todo desea la felicidad de la mujer que ama, aunque eso suponga su propia desdicha, y que para conseguir aquella comete un asesinato a sangre fría con el que permite vivir al hombre a cuyo lado se quedará ella.
Un actor extraordinario
Ninguna de esas actuaciones extraordinarias le valió el Oscar. Nada raro, por otra parte, ya que los puristas de la interpretación siempre miraron a Wayne de reojo, como a alguien que sólo sabía interpretarse a sí mismo. Se cuenta que, en una ocasión, uno de esos periodistas adictos al Método le preguntó a John Ford si había hecho de Wayne una estrella “porque hablaba poco”. Ford contestó con su habitual tono mordaz y gruñón:
“Sí, habla poco, pero cuando habla, todo lo que dice tiene sentido”.
Wayne, cierto, nunca brilló por su capacidad para desdoblarse. Pero su presencia ante la cámara era suficiente para llenar de vida y dotar de fuerza interior a un personaje.
La mirada del centauro
En Río Rojo le basta con marcar una leve vacilación, un vago dolor al incorporarse para dar cuerpo a esos diez años que acaban de pasar en el soplo de una elipsis. Y en la Legión invencible, metido en la piel del capitán al borde del retiro Nathan Brittles, es capaz de transmitir toda la melancolía del mundo con un solo gesto: calzándose los anteojos para poder leer la inscripción grabada en el reloj que le entrega la tropa el día en que se despide del Ejército: “Para que no nos olvidemos”.
Nadie, por otra parte, ningún actor, ha sabido expresar tanto con una sola mirada. ¿Quién no recuerda esa escena de Centauros del desierto en la que Wayne-Edwards va a ver a unas mujeres blancas que el Ejército ha rescatado, y que probablemente llevaban en manos comanches tanto o más tiempo que su sobrina perdida, Debbie? Son mujeres enloquecidas, viejas prematuras, indias con cabellos rubios y ojos azules. Dice Javier Marías que la mirada que les lanza Wayne-Edwards antes de dejar el barracón es quizá la que más hiela la sangre de la historia del cine. Es verdad. En ella hay odio, desconsuelo, desesperación, sed de venganza, tristeza y lástima… Todo mezclado en unos instantes.
Y eso sólo está al alcance de los grandes actores: esos actores capaces de transmitir un torrente de emociones con los medios más elementales y directos, menos afectados y llamativos.
John Wayne contra John Wayne
Claro, que declarar admiración por John Wayne – hablo, simplemente, del actor – no siempre ha sido fácil.Y es que el pecado de Wayne es grande, es enorme. No en vano, en los años sesenta y setenta representó la fiel imagen del conservadurismo político. Terenci Moix recuerda la inefable Boinas verdes (1968) en el capítulo que le dedica en Mis inmortales del cine, y habla, directamente, de su ideología fascista. Mario Benedetti fue aún más lejos y llegó a encuadrarle en la Norteamérica retórica, oscurantista, prepotente y cuadrada del senador McCarthy y del Ku Klux Kan.
Sí, hubo un tiempo en que la presencia física de John Wayne en una película era suficiente para atribuir un carácter altamente reaccionario al guión, la dirección, la interpretación… Y hasta al mismo espectador que osaba verla.
Cuando los prejuicios nublan el juicio
Y es cierto que Wayne, en la vida real, era un conservador, un reaccionario. Apoyó la caza de brujas del senador Joseph McCarthy y la guerra de Vietnam. Militó en la Legión Americana y en la Asociación del Rifle. Y también fue un ferviente defensor de Richard Nixon, incluso después del caso Watergate.
Pero todo eso no quita un ápice de grandeza al actor. Por otra parte, como apuntó sabiamente Carlos Boyero, nada de eso se percibe en el arte que despliega su personalidad en la pantalla. Tampoco en la mayoría de los personajes del Oeste que interpretó. Algunos de ellos, verdaderos inadaptados. Casi todos, tipos en cuyo pecho habitan valores como la nobleza, el espíritu de sacrificio, la dignidad, el coraje, la amistad… Tipos siempre dispuestos a tomar partido por los débiles frente a los fuertes.
Stendhal repetía que la introducción de la política en las novelas tenía el mismo efecto que un disparo en medio de un concierto. ¿No tendrá el mismo efecto la crítica cinematográfica que valora el talento de una actuación o de una película en función de las opiniones o acciones políticas de los actores en la vida real?¿No produce el mismo efecto esa costumbre necia y perezosa incapaz de separar el arte de la ideología?
Memoria de John Wayne
Mi memoria de John Wayne es incapaz de separar al actor de su leyenda cinematográfica, la única que, de verdad, importa: una leyenda hecha de películas memorables.Tavernier dijo una vez que era el actor de la permanencia. Pero la permanencia también consiste en saber desaparecer.
Desaparecer como Tom Doniphon ante el abogado Ransom Stoddard (James Stewart) en El hombre que mató a Liberty Valance. Como el coronel Marlowe de Misión de audaces en el polvo de la cabalgada, mientras el puente que ha dinamitado para retardar la persecución de la caballería confederada vuela hecho pedazos a sus espaldas. Desaparecer como Ethan Edwards al final de Centauros del desierto, cuando no entra en la casa de los Jorgensen y, dándose la vuelta, regresa a la soledad del desierto con esa forma tan suya de andar. Cansina, elegante, acompasada… Una manera de caminar que Howard Hawks consideraba la firma del actor:
“De joven, parecía un gato alejándose de puntillas. Me encanta cuando hace eso”.
Si tuviera que rescatar una escena de entre todas sus películas, elegiría una de Centauros del desierto. Ethan Edwards da alcance a su sobrina Debbie, la hija de su amada Martha pero también la mujer de su asesino, el jefe comanche Cicatriz. Debbie esta aterrada. Piensa que su tío la va a matar. Todos lo pensamos, dado su fiero racismo y la sed de venganza que ha mostrado durante su obsesiva búsqueda. Y entonces, recuperando, repentinamente, el pasado, recuperando los días en que Debbie era una niña de diez u once años, ¡en el tiempo de levantarla en sus brazos! abandona el rictus de odio por un tierno e inconfundible Let´s go home, Debbie.
La última pelea
Cuentan que John Wayne dijo una vez que el coraje no es otra cosa que «estar muerto de miedo y ensillar el caballo de todas maneras”. Y así lo imagino yo en lo días en que el fatal progreso del cáncer le anunció la última hora. Lo imagino como el veterano y enfermo gunman de El último pistolero, yendo a la muerte como quien va a una cita de amor o de amistad.
Wayne se negó a disparar a nadie por la espalda en una película, pero sí se puso en la piel de héroes envejecidos, tipos vulnerables y en plena decadencia, aunque recios en sus principios, como el pistolero al borde de la parálisis de El Dorado (1967) o el alguacil viejo, tuerto y alcohólico de Valor de ley (1969).
Wayne: «El coraje no es otra cosa que estar muerto de miedo y ensillar el caballo de todas maneras»
Como ya se ha dicho, recibió el Oscar, el único que ganó en su carrera, por esta película de Henry Hathaway. Yo se lo hubiera dado por seis, siete, diez películas más. “Si lo llego a saber”, dijo bromeando cuando recogió el premio, “me pongo un parche en el ojo hace 35 años”. Murió unos años después, en la madrugada del 11 de junio de 1979.
Eso, al menos, dice la historia. Y también dice que dejó escrito en el epitafio de su tumba: “Feo, fuerte, formal”. Pero la historia es una cosa y la leyenda, otra. Y ésta última, la leyenda, su leyenda, nos cuenta que aún cabalga por las llanuras del Viejo Oeste. ¿Lo veis? ¿Veis su silueta a caballo, recortándose, triunfal, sobre un alucinante crepúsculo de gloria? ¿Podéis verlo?
Las mejores películas del Oeste de John Wayne
La diligencia (1939)
No es la mejor obra de John Ford, pero sí el filme con el que marcó las reglas del western: la ruta por la que, a partir de entonces, discurrirían todas las películas del Oeste. La esencia más pura del cine de indios y vaqueros palpita en este filme memorable en el que adquiere carta de naturaleza el bellísimo paisaje de Monument Valley. Y, por supuesto, es la primera colaboración importante entre John Ford y John Wayne. El Duque, en la piel de Ringo Kid, se mueve como pez en el agua entre un inolvidable coro de actores en el que brilla la luminosa belleza de Claire Trevor.
Fort Apache (1948)
Fort Apache es la película con la que John Ford abre su Trilogía de la caballería: tres obras maestras dedicadas a contar la vida diaria en un puesto militar de la Frontera. Henry Fonda realiza aquí una composición admirable del teniente coronel Thursday, trasunto del general Custer, un militar que arrastra el estigma de una degradación y cuya arrogancia, incompetencia y desmedida ambición de gloria arrastrará a su regimiento al más absoluto calvario. Frente a él, encontramos al experimentado capitán Kirby York, interpretado por John Wayne. Suya es esa frase memorable, una de las más legendarias del western: “Si los ha visto, no son apaches”. Totalmente imprescindible.
Rio Rojo ( 1948)
Una obra maestra del gran Howard Hawks. Guillermo Cabrera Infante llegó a decir que Homero habría filmado esta película del Oeste de haber tenido que hacer cine. Western épico, Río Rojo cuenta el conflicto entre un viejo vaquero (John Wayne) y su hijo adoptivo (Montgomery Clift), ambos rancheros que conducen el ganado desde Texas a Abilene. Conviene destacar la pelea entre Wayne y Clift, inolvidable, grandiosa. El papel de Matt Dunson fue el primer gran papel dramático del Duque y su extraordinaria interpretación le valió otro similar en La legión invencible, esta vez a las órdenes de John Ford.
Tres padrinos (1948)
Tres padrinos está expresamente dedicada a la memoria de Harry Carey, “bright star of the early western sky”. Ford vuelve a una historia que ya había contado en su etapa muda. Tres bandidos atracan un banco y durante su huida por el desierto se encuentran con una madre moribunda y un recién nacido. Con estos mimbres, el director de La diligencia realiza un magnifico western. Una película llena de vigor, con un inimitable John Wayne en el papel de uno de esos tres forajidos; tipos duros capaces de matar a sangre fría pero también de cualquier sacrifico para poner a salvo la inocente vida del bebé. Redención y sacrificio, dos temas claves en la obra de John Ford.
La legión invencible (1949)
La legión invencible es el segundo film de la Trilogía de la Caballería. Ford compone aquí un relato itinerante en el que John Wayne (Nathan Brittles), un veterano capitán de Caballería al borde de la jubilación, debe enfrentarse a una última y oscura misión, una misión sin brillo ni posibilidades de éxito, como casi todo en su carrera militar. Pese al final, que no revelaré, La legión invencible – injustamente menospreciada durante mucho tiempo – es una de las obras más reflexivas, amargas e innovadoras de Ford.
Imposible olvidar la escena en que Brittles-Wayne habla a su mujer, muerta hace tiempo y enterrada en el mismo fuerte, explicándole que le quedan seis días para jubilarse y que todavía no ha decidido qué va a hacer el resto de su vida. Entonces, sobre la tumba, se perfila la sombra de una mujer. Se trata, naturalmente, de una inofensiva muchacha. Pero también es el pasado que vuelve por el centro de la imagen, sin previo aviso. Un instante que casi da miedo, muy emocionante y conmovedor.
Río Grande (1950)
Hay quien considera esta película de Ford una obra menor. No estoy de acuerdo. Río Grande es un digno cierre de la genial Trilogía de la Caballería, un drama que nos sumerge otra vez en los sacrificios que comportan la vida militar en la Frontera y en la desesperada y cruel guerra con los indios, pero que, sobre todo, se centra en dos temas muy fordianos: el amor perdido y la reconstrucción de una familia.
Rio Grande cuenta, por otra parte, con algunas escenas memorables, que pueden incluirse entre las mejores de Ford a campo abierto. Los personajes secundarios (avalados por las inolvidables jetas de Ben Johnson, Victor McLaglen, Harry Carey Junior, Carrol Naish) tienen la precisión habitual del cineasta. Maureen O’Hara hace una perfecta e inimitable composición de su tipo, presagio, en cierta manera, de su mejor creación con Ford, que es la de El hombre tranquilo. Y claro, John Wayne está a la altura de su propio mito.
Centauros del desierto (1956)
Basada en la magnifica novela de Alan Le May, Centauros del desierto es una película infinita, un filme que se hace más rico y complejo con cada visión, una historia de odios y venganzas, pero también una historia de redención. John Wayne es un Ulises sin Ítaca a la que regresar ni Penélope que recuperar: un héroe-antihéroe (amargado, racista, vengativo y solitario) en constante combate con sus más profundos fantasmas. Sólo él podía emprender la trágica y obsesiva búsqueda de una niña raptada por los indios y cambiar, de repente, en el último segundo, abandonando su empresa vengadora por un tierno Let´s go home, Debbie.
Al poeta Antonio Martínez Sarrión el grandioso e inolvidable final de esta obra maestra de John Ford, con la puerta que se cierra, dejando en definitiva soledad a John Wayne, le traía a la memoria los versos de Saint John Perse:
“Y vuestros pensamientos se alzan ya en la noche como los grandes jefes nómadas que caminan antes del alba hacia el cielo rojo, llevando su silla de montar sobre el hombro izquierdo”.
A mí el no menos memorable comienzo, con la figura de ese jinete solitario en la inmensidad de Monument Valley, me recuerda algunos pasajes de Absalón, Absalón, de William Faulkner. Pero silencio, oigo la canción de Stan Jones cantada por los Sons of the Pioners. ¿La oís?:
“What makes a man…?” “¿Qué es lo que empuja a un hombre… a ir errante, a viajar sin dirección?”
Río Bravo (1959)
Río Bravo es una historia de amistad que incluye un atípico romance. Un western con momentos de humor inolvidables y una atmósfera opresiva de cine negro. Y, por encima de todo, una obra maestra del cine clásico del Oeste y uno de los filmes más importantes y más complejos de Howard Hawks.
La historia se desarrolla durante tres días y tres noches, y transcurre en un único lugar, el pueblo de Río Bravo. Allí, el sheriff Chance (John Wayne) debe enfrentarse a un poderoso terrateniente con la ayuda del borrachín Dude (Dean Martin), el vejestorio Stumpy (Walter Brennan) y el joven pistolero Colorado (Ricky Nelson). Para el recuerdo quedan los geniales diálogos entre Feathers (Angie Dickinsom) y el sheriff Chance; la recia amistad que reina entre Chance y su grey; o el amor que va abriéndose paso a codazos dulcísimos, a golpe de humor y ternura. Por no hablar de la escena en que Colorado sale al porche del hotel y lanza el Winchester con el que Chance se gira como una centella hacia sus enemigos.
En cuanto a la actuación de Wayne, Hawks contaría años después que el actor fue a verle durante el rodaje:
WAYNE: «Eh, es Dean Martin quien tiene derecho a todos los proyectores en esta película, ¿no es así?»
HAWKS: «Es cierto».
WAYNE: «¿Y qué hago yo allí? «
HAWKS: «¿Qué harías si tu mejor amigo hubiera caído víctima del alcohol y estuviera tratando de salir? No tendrías la mirada puesta en él? «
WAYNE: «Ok, ya sé qué tengo que hacer. »
Misión de audaces (1959)
Dice Eduardo Torres Dulce en Los amores difíciles:
“Misión de audaces es una de las más hermosas, secretas, complejas, pero también menos apreciadas películas de John Ford”.
Estoy de acuerdo. Tomando un hecho real como fuente de inspiración (el raid que un coronel de la Unión llevó a cabo en el mes de abril de 1863 entre las líneas de la retaguardia sudista), Ford prolongó su extraordinaria Trilogía de la Caballería con esta epopeya ambientada en la devastación de la Guerra de Secesión. John Wayne, perfectamente acompañado por William Holden y la bellísima Constance Towers, se pone aquí en la piel de un personaje tan torturado o más que Ethan Edwards: el coronel Marlowe.
El Álamo (1960)
John Ford dijo de El Álamo:
“Será eterna en cualquier tiempo y lugar; es la película más grandiosa que he visto jamás”.
Y hasta la incluyó entre sus diez películas favoritas. Ford quizá se dejó llevar por su estrecha y larga amistad con John Wayne, que dirige la película, además de interpretar a David Crocket. Pero exageraciones aparte, El Álamo es una una película extraordinaria, injustamente machacada durante años por algunos críticos a la violeta: una pieza de antología en la historia del western, un filme épico, con unas interpretaciones estelares y soplos del poético humanismo de Ford, que dirigió algunas secuencias. Y por supuesto, una música inolvidable del maestro Dimitri Tiomkim como telón de fondo.
Los comancheros (1961)
En 1961 Michael Curtiz tenía 72 años. Sobre sus espaldas una obra que superaba las 150 películas. Robín de los bosques o Casablanca, entre ellas. Los comancheros fue su último trabajo: un western de raíz clásica, regio, emocionante y con buenas dosis de humor. Wayne interpreta a un eficaz ranger con la misión de acabar con una red que suministra armas a los comanches.
El hombre que mató a Liberty Valance (1962)
No hay palabras para resumir esta obra maestra. El hombre que mató a Liberty Valance es una película inabarcable. No se puede contar. Hay que verla, y después volver verla, una y otra vez. John Ford regresó a un sobrio blanco y negro para rodar esta cinta eterna cuyo eje argumental gira sobre un dilema crucial: ¿Hasta dónde llega la ley y hasta dónde la fuerza? ¿Cuándo es legítimo el uso de la violencia para terminar con la violencia?
La película empieza y termina con el entierro de Tom Doniphon (un John Wayne a la altura del que vemos en Centauros del desierto) y cuenta en flash-back la historia de un joven abogado idealista (James Stewart) que cruza el Pecos con la esperanza de de llevar la ley a un territorio donde mandan las pistolas… El hombre que mató a Liberty Valance es el testamento de John Ford. Una obra que no desaparece del corazón. Un western que nos habla de la construcción de una sociedad y de los héroes sin historia que hacen la historia.
Imposible no recordar el ataúd donde yace enterrado Tom Doniphon; la secuencia de la destrucción del periódico; a Wayne quemando la casa inacabada que ha soñado compartir con Vera Miles; y en fin, el duelo en mitad de la noche, en el cual Doniphon, al contraluz confuso de un candil, dispara y da muerte al cuatrero llamado Liberty Valance, un Lee Marvin de leyenda.
El gran McLintock (1963)
Andrew V. McLaglen fue el gran discípulo de John Ford y un habitual del western. Sus películas nunca alcanzaron el nivel de las de su maestro, pero gran parte de ellas conservan el aroma del cine clásico del Oeste. Aquí se sirve de John Wayne y Maureen O´Hara para llevar el melodrama al Far West. Y claro Wayne y O´Hara vuelven a mostrar la excelente química que ya habían desarrollado con Ford en obras maestras como Río Bravo o El hombre tranquilo.
Los cuatro hijos de Katie Elder (1965)
Como recuerda Javier Coma en La gran caravana del western, entre 1965 y 1971 Henry Hathaway rodó cinco películas del Oeste para la Paramount, dos de ellas protagonizadas por Wayne. Los cuatro hijos de Katie Elder fue la primera. El filme también fue una efímera victoria del astro sobre la enfermedad que habría de enterrarle años después. Wayne había sido operado poco tiempo atrás de cáncer de pulmón con extrema urgencia y su incorporación al rodaje supuso una enorme sorpresa para todos.
Wayne interpreta a John Elder y la mecedora vacía, que, en la película, recuerda insistentemente a la fallecida madre de los Elder, se convirtió en un símbolo de la temida muerte del actor. Al margen de esta emocionante anécdota, la película es un ejemplo magnífico de la exuberante energía que Hathaway, un narrador puro, imprimía a sus filmes. Un clásico con mayúsculas.
El Dorado (1967)
El Dorado está hecha del mismo material que Río Bravo, pero con un aire más crepuscular. Y es que aquí los héroes están más viejos y cansados. Son un temido pistolero (Cole Thorton, John Wayne), físicamente al borde de la parálisis por culpa de una bala alojada junto a su columna vertebral, y un sheriff alcoholizado (J. P. Harrah, colosal Robert Mitchum) que necesita ayuda para enfrentarse a un poderoso e infame terrateniente.
El Dorado condensa lo mejor del cine de Howard Hawks: la comedia, las aventuras, el western clásico, valores como la amistad y el orgullo por el trabajo bien hecho… La secuencia en que Wayne hace cabalgar a su caballo de espaldas para no perder de vista a los pistoleros que tiene enfrente es uno de los momentos antológicos de su leyenda. Sencillamente, imprescindible.
Valor de ley (1969)
Por primera vez, la Academia de Hollywood se dignó a premiarle con el Oscar al mejor actor. No fue su mejor interpretación, pero Wayne supo dar humanidad a ese alguacil viejo, tuerto y alcohólico al que una joven testaruda y pragmática contrata para detener o matar al asesino de su padre. Un western clásico, vigoroso, perfectamente construido, como todos los que rodó Hathaway. El personaje interpretado por Wayne, Rooster Cogburn, volvería a aparecer en otra película de menos valor, El rifle y la biblia, aunque muy bien acompañado: de Katherine Hepburn, nada menos.
Río lobo (1970)
Tres años después de El Dorado, Howard Hawks y John Wayne vuelven a verse las caras en este western clásico de acentos crepusculares. John Wayne interpreta a un viejo coronel de la Unión en busca de venganza. Le acompañan una hermosa y decidida muchacha, movida también por la venganza, y un teniente del ejército confederado camino de ayudar a un amigo acosado por el cacique de Río Lobo. Fue la última película de Hawks: un filme de serena belleza, pausado y elegante, que cerró una carrera iniciada en 1926.
El último pistolero (1976)
Un western crepuscular que ha ganado con el paso del tiempo. Realizado por Don Siegel (un grande de Hollywood muy asociado a otro icono del wéstern, Clint Eastwood), El último pistolero se centra en los últimos días de un viejo pistolero enfermo, que se retira a un pueblo en pleno crecimiento por el que ya circulan los primeros automóviles.
John Wayne da vida a ese profesional del revólver empeñado en cerrar las cuentas que tiene con el pasado: una empresa que le llevará a protagonizar un duelo a cuatro bandas ante el asombro de un admirado y casi adolescente Ron Howard y la complicidad de dos veteranos, Lauren Bacall y James Stewart. La primera, en la piel de una viuda, dueña de la posada en que se aloja Wayne. El segundo, como el doctor que confirma al viejo pistolero su mal (el propio Wayne ya estaba muy tocado por su cáncer de pulmón). El reparto se completa con otros dos veteranos del género, John Carradine y Richard Boone.
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JOHN WAYNE. Biografía. Juan Tejero